viernes, 9 de diciembre de 2016

La duda


Abrió los ojos lentamente, mientras trataba de rescatar su personalidad de toda esa negrura. Tenía claro que había fallecido, aunque muerte y consciencia parezcan términos antagónicos. No lo eran para Bruckner: ya había imaginado antes el cielo a través de un filtro musical. Sería etéreo y ordenado, poblado con notas y angelotes que habían desertado de la lira para convertirse al órgano. Pero en horas y días posteriores descubriría un sinfín de ruidos: cacofonía de prisas, de conversaciones que se arrastraban, ruido de pantallas silenciosas llenándolo todo. Y vería ángeles estirados y adelgazados, con dentaduras perfectas y tatuajes de marinero transcendente. Santos en carteles inmateriales, que se abrían y cerraban en el aire mismo, vendiendo felicidad. Todo parecía comprable, consumible, así en la tierra como en el cielo. De momento, no se frotó los ojos, guardó las premoniciones y prejuicios y se dirigió a lo que parecía una puerta.

-Feliz aniversario.
Un cuadro protegido por cristal le hablaba, al otro lado, levitando sin apoyos en el centro de la estancia. Todas las paredes estaban cuajadas de pesados cortinajes. Envuelto en penumbra, vio que su propio cuerpo se reflejaba en el vidrio, material y fantasmagórico a la vez.
-¿Cómo te ves? La verdad, para cumplir dos siglos, no te conservas nada mal.
Sí, estaba vivo, y en la pecaminosa tierra. Vivo, descubriría después, de una manera anómala, con el peso de los años ajenos que habían transcurrido desde su deceso. En este nuevo estado valían más las opiniones que los demás habían vertido sobre él que las que recordaba como suyas propias.

Al desconocido le divertía su desconcierto:
-Ay, Antón, Antón: ¿para qué compusiste tantas sinfonías si sólo valen la pena dos o, como mucho, tres?
Fue la primera grosería. Así, de sopetón, demostrando que era un interlocutor alérgico a la diplomacia. Demostrando que era él quien mandaba
Se presentó como un empresario coleccionista, “puedes llamarme Cole”, ciertamente caprichoso, que había comprado su esencia en una subasta de Sotheby’s. Y la había vertido en un cuerpo clonado de alquiler, reacondicionado para asemejársele. Cole no era su amigo, era su dueño, como le espetó a las claras.
-Paradójicamente, Antón, en este siglo la esclavitud está muy mal vista. 
Empero, confesó, bastaba con pagar una miseria mensual al empleado para superar ese débil prejuicio social. Trufaba constante su monólogo con el irritante gesto de las comillas. 
-Has tenido mucha suerte. Otros compositores fallecidos sólo reviven el breve instante en que alguien, en alguna parte del mundo, interpreta una de sus obras. Si lo hace con fidelidad, claro
Al parecer, lo de resucitar con las audiciones de discos y CDs no estaba tan claro.

-Ay, Antón, Antón, Antón pirulero…-se despidió Cole sin más, haciendo gala de retranca y folclore patrio.
Como regalo de cumpleaños, le había dejado sobre el suelo de vidrio un objeto paralelepipédico, con el grabado de una manzana mordida. El símbolo le pareció eso mismo, simbólico. “No pienso caer en la tentación”, se juramentó.
En la carcasa estaba rotulado lo que dedujo como un nombre: “teléfono”.

No tardó en acostumbrarse a su nuevo cuerpo. Comía y bebía con regular normalidad. Cumplía con sus deposiciones. Y veía la múltiple realidad a través del cuadro (“televisión”, constaba en su parte trasera) cuando aleatoriamente se le aparecía.

Su principal tortura eran el teléfono y la curiosidad. Varios días después, aun con el librillo de instrucciones en alemán y danés, ni había podido encender el aparato. Así, el segundo regalo fue un niño clonado, de unos cinco años, con el rótulo “asesor tecnológico”. La primera palabra que buscaron en un diccionario sin libro, accesible a través del móvil, fue precisamente ésa, clon. Luego dron, luego avión para entender el término anterior y así sucesivamente, aprendiendo a salto de mata, de conceptos y de rimas. Por un defecto de clonación, el niño estornudaba constantemente y Antón terminó por llamarle Jesús.
Era cuarto y mitad de ciborg; animaba su hardware un software trampa con el que simulaba contaminar menos al respirar y hacer caca.
-Soy alemán, como tú.
-Yo soy austriaco.
-Lo que tú digas, Bruckchen.

Cuando entraron en su propia entrada de la Wikipedia, se sintió muy avergonzado por la publicación de la sinfonía 0 y más aún de la 00 (la página inmaterial incluía un enlace con Parish, un afamado pívot de los Celtics). “Pero, ¿por qué lo han hecho?”. Notó que su voluntad poco importaba ante los embates de la posteridad y se plegó en una depresión post mortem, cerca del cero absoluto por primera vez.
Para consolarle, el niño le mostró los nombres, miles, almacenados en la carpeta de contactos. Todos eran como él. “¿Puedo hablar con ellos?”. Ante el gesto afirmativo, acarició el de Gustav Mahler, que había sido alumno suyo, y el de Richard Wagner, su idolatrado maestro. Pero estaba decidido a no importunarlos, Dios mediante, salvo caso de fuerza mayor.

Al parecer, en la fácil reedición de Bruckner tuvo algo que ver la profanación de su tumba. Habían derribado sin contemplaciones el complejo barroco de San Florián y lo habían sustituido por una ciudad deportiva, San Florentino, que desde hacía un lustro dominaba la villa. Infames cambios que llegaron tras la adquisición del LASK, un club del cercano Linz, por parte de Pérez, exmandatario madridista cuyo rostro le resultó muy familiar. 
Un anónimo bloguero resumía estas actuaciones como el símbolo de un cambio de religión: el fútbol superaba al catolicismo como nueva fe.
Una nueva fe. Lloroso y escandalizado, ese día Antón no paró de hacerse cruces, sin comer ni defecar, hasta que quedó dormido en el suelo.
Lo despertó la imagen del coleccionista, que le miraba de arriba abajo. Adelantó que iba a presentarle a un productor musical, a un director de orquesta y a un crítico. Ya le confirmaría el momento.
Y no añadió más, dado el poco interés que mostraba el compositor deprimido.

Ceñido por las convenciones con que la posteridad había atrapado su figura, Bruckchen encontraba dificultades para moverse con independencia. Era ésa la mayor diferencia entre su vida anterior y la actual: ¿Por qué era incapaz de improvisar, él que fue un indiscutido maestro del teclado? Ésa y otras penurias enmascaraban su verdadera tragedia: la desaparición de San Florián le había desprovisto de su tiempo, capado sin su órgano, ahogado sin hogar.

Fue el niño Jesús quien terminó de revelarle lo que su dueño quería de él. Se trataba de que decidiera cuál de las mil versiones de sus obras era la mejor, para hacer una compilación de todas sus sinfonías que pudiera contar con el cuño: “Edición completa revisada por el autor”.
No recordaba si Warner o Universal estaban detrás del rentable empeño.

Lo confirmó Cole un día después. Y le puso deberes para el resto de la semana: 
-Anda, vete empezando con la maraña de las terceras sinfonías. Dime con cuál nos quedamos.
Según la Wikipedia, su obra conocía una versión de 1873, otra de 1874, un adagio nuevo en la de 1876. Le seguían la versión de 1877, que contaba con dos ediciones (de Oeser en 1950 y la de Nowak, de 1980); por último, la versión de 1888/1889 cargaba también con el sambenito de dos ediciones: la de Rättig de 1890 y la de Nowak de 1959. “La tercera nunca fue la vencida, al parecer”, resumió Jesús antes de estornudar.

Atrapado por la coyuntura, con voluntad descoyuntada, Bruckchen se sentía cada vez peor. “¿Cuál es la mejor?”.
Quiso telefonear a Wagner, su referente, su ídolo, para pedirle opinión. Según la leyenda, le había mostrado la partitura de la 3ª en una noche remota en que ambos acabaron trompas. Su segundo dios le autorizó a dedicarle esta sinfonía después de leerla con alcohólica atención y descartar la segunda. Le llamó una y otra vez, pero estaba ausente. Jamás sospechó que se exhibía tras el nombre de Zugner.
Al telefonear a Gustav le respondió un mensaje críptico: “el músico al que llama está muerto, es inmortal o queda fuera de cobertura”.

Sólo salió un día de su estudio. Los ruidos del piso de arriba eran señal inequívoca de que se celebraba una fiesta desmadrada. Abrió un joven gafotas al que reconoció como Schubert por un retrato de Josef Abel que guardaba el Kunsthistorisches Museum de Viena. “Escapa mientras puedas”, le susurró su colega de sinfonías, “la única salida es la muerte”. Y cerró temeroso la puerta, con las lentes empañadas.

Se sentía atrapado entre la dejadez y las dudas que las exigentes premuras no hacían más que aumentar:
-¿Cómo va la tercera?
Perdido en sus propios pentagramas, en los marcadores que usaba para resaltar las olvidadas diferencias. 
-¿Cómo va la tercera?
En la duda, se llegó a preguntar: ¿Qué haría Hamlet? Su religiosidad le impedía seguir los pasos de Ofelia, por mucho que se sintiera dejado de la mano de Dios.
-¿Cómo va la tercera?
Entonces lo supo, recordando uno de los contactos que faltaba en el móvil, el de su alumno Hans Rott.

Llamó por teléfono a Hanslick, que no se sintió halagado en absoluto. “Estimado Eduard, quería pedirle consejo sobre…”. El crítico no le dejó terminar, contestó con una risotada, preludio a una cadena de desprecios, ironías no exentas de gracia, virulentos sarcasmos, adjetivos descalificativos y adverbios lapidarios.
Como corolario a toda la inmundicia crítica que les arrojó encima, el deficiente clon que lo alojaba sufrió un infarto mientras Hanslick no les dejaba de odiar a la salvaje manera de Twitter.

Nowak mira al cielo y afirma: “el Creador mató a su siervo más devoto”. 
Para Oeser, “Bruckner remurió”.
Ambos obvian el papel de Pérez, coleccionista múltiple, que se quedó con un palmo nasal y un asumible déficit pecuniario.