lunes, 30 de diciembre de 2019

El mercado, amigo


Los dos habíamos quedado en un mercado de barrio. Le gustaba mezclarse con la gente, ver cómo vivían los demás, sentirse parte de ellos, engañarse.


Llegué puntual. Me esperaba ya junto a la única casquería. Lo reconocí por su discreta apariencia. Podría haberse denominado de cualquier forma pero respondía al nombre de Ulises.


Solía cruzar el charco y pasar en España sus finales de diciembre. Un remoto abuelo le había inculcado la relación de los belenes con el frío, se le hacía muy difícil compaginarlos con el verano austral.


Ulises aprovechaba sus vacaciones para dar el salto, pero esta vez le había surgido un encargo profesional. El mío.


Mis contactos me han dicho que eres el mejor.


También le habrán dicho que no trabajo en Navidades.


Creo que le molestó el tuteo pero no intercambiamos más frases hasta el final. Le seguí a corta distancia, como me habían recomendado, como si no tuviéramos una conversación pendiente. Mientras, Ulises se demoraba entre los puestos. Oía su monólogo, cómo ponderaba las virtudes de cada fruta, por qué esa manzana era mejor que la de al lado, el secreto para descubrir la cantidad de agua de una pera.


Mi abuelo siempre recordó sus mejores Reyes, cuando Baltasar le trajo una naranja.


Apenas repliqué con unos sonidos afirmativos; no sabía ni cómo exponerle mi oferta.


Llegamos a una pescadería. Dadas las fechas, el marisco se había convertido en el género mayoritario, pero Ulises se acercó a la merluza. El lecho de hielo picado bajo la cola reflejaba distintas luces.


Los ojos de los peces contienen toda la información necesaria.


Unos villancicos lejanos luchaban contra la megafonía. Durante el paseo, comentó detalles nimios y los hizo brillar. La decoración suspendida de la estructura era la tradicional: boas gruesas de espumillón, campanas de rojo y oro; iluminaciones dispersas, mal sembradas. El viejo mercado sobrevivía sin haberse vendido al diseño.


Celebramos con compras el nacimiento de quien expulsó a los mercaderes del templo. Parece divertido.


Ya habíamos recorrido todo el interior. En ningún momento dejé de repetirme su frase: “También le habrán dicho que no trabajo en Navidades”. Necesitaba sus servicios, no encontraba ninguna opción alternativa.


Nos paramos frente a la casquería del principio, Entonces no me había chocado la falta de definición de Ulises, su subrayado anonimato. Ahora sí. Tenía una gran capacidad para pasar desapercibido y en ella basaba su ventaja en el escalafón profesional.


Hay colegas que hablan de la muerte, pero son minoría. No somos filósofos sino artesanos.


Cruzó la calle central de repente, hacia un puesto que parecía desentonar con el resto. Tras los brillantes cristales, sobre telas oscuras descansaban quesos importados y regionales, patés de fantasía, embutidos ibéricos y otras magias gastronómicas. Una bandeja de jamón recién cortada quedaba sobre uno de los expositores. La probó con los ojos cerrados. La aprobó:


Está exquisito. Por favor, señorita, póngame 250 gramos.


Mientras la tendera uniformada se esmeraba con el cuchillo, Ulises comentó al aire:


No hace falta dar más vueltas. Ya estoy imbuido del espíritu navideño.


Mediante un gesto cortés, pidió que me acercara más. Otra vez habló sin mirarme. Se limpiaba, metódico, los dedos con una servilleta negra de papel:


El fiambre le costará el triple.


Así me comunicó su decisión. Mi tranquilidad se hacía sonrisa pero Ulises la cortó en seco, acercándose de golpe.


Como si fuésemos viejos amigos que acabaran de encontrarse, me rodeó con un abrazo. Pudo así acercar la boca a mi oreja y susurrarme:


-Feliz Navidad.


Habló tan quedo que yo entendí:


-¿A quién debo matar?

domingo, 8 de diciembre de 2019

Sin adjetivos


Aunque vivía lejos, acostumbraba a esperarla a la puerta de su trabajo. La acompañaba mientras andaba hasta la estación. Le hacía más amena la espera en el andén con algunas bromas. En el tren, callaba. Solía estar tan lleno que era difícil comunicarse. Volvían a recuperar las sonrisas en la estación de destino. Ella hacía un esfuerzo por no aparentar cansancio. A él le gustaba imaginar cosas para animarla. Llegar hasta el autobús costaba a veces algunas carreras. Pero cuando lo aguardaban o durante el trayecto, conversaban animadamente. Ella lo quería. Él la quería. Se les notaba en cada palabra. Hasta en las que no se decían.

El recorrido a pie hasta su casa era más lánguido. Muchas veces, ella le invitaba a subir. Últimamente lo hacía con frecuencia. En el ascensor ambos guardaban silencio, embebidos en sus pensamientos. Mientras ella abría la puerta, él se imaginaba que las cosas pudieran ser de otra forma. ¿Pasas? Sí, claro. Solía dirigirse hacia su habitación, él a la cocina. Quedaban muy cerca, charlaban mientras se cambiaba para ir cómoda. Llevaba despierta desde las cinco y media; estaba destruida. Él quería curarla, cuidarla. Le preguntó si le apetecía una infusión. Ella contestó que no, que le podía el hambre pero aún más el cansancio. Iría a tumbarse al sillón. Cuando el estómago le doliera, se levantaría. Ese día, él se vino arriba, le ofreció unos mimos, unas caricias, un masaje. Ella se enfadó, con toda la razón. ¿Y cómo vas a hacerlo? Lo siento, es verdad; solo quería ayudarte, escribió él.

Ambos miraron sus teléfonos móviles. La realidad se les había acercado tanto que manchaba sus ilusiones. Cada uno estaba en un extremo del chat.

Se despidieron.

Él estaba confuso; solía habitar una ficción.

Ella sabía que se engañaban; le había caído la peor parte.

Él quería curarla, cuidarla. Quería levantarse con ella cada día, prepararle el desayuno mientras se duchaba. Quería darle ánimos cada madrugada, mientras le llenaba el táper con la comida que habían cocinado juntos. Quería compartir el coche con ella. Quería recoger su casa. Quería recogerla a la salida del trabajo, verla conducir mientras reían. Quería hablar cara a cara en el ascensor. Y encenderle el calentador para su ducha. Quería prepararle la cena mientras ella descansaba en el sofá. Quería acompañarla y velar su sueño.

¿Y cómo vas a hacerlo?

Quería y no podía. Solo ahora era consciente.

Ella también estaba llorando. Desde el principio, sabía que todos sus sueños eran imposibles, lo habían hablado. Y se había dejado arrastrar, engañar.

Parecían poder tocarse, a veces lo había hecho. Pero distaban más de quinientos kilómetros.

En sus sueños siempre había una playa. Vivían un verano luminoso, trabajado, fatigado, hermoso.

Y ya la brisa refrescaba.

Sin adjetivos.

martes, 3 de diciembre de 2019

El día en que el mundo se vino abajo

Mohamed Atta y Marwan Al-Shehhi dejan un coche alquilado en el aparcamiento del aeropuerto Logan, en Boston, el miércoles pasado. Dentro, entre otros objetos, queda una maleta con un uniforme de aerolíneas y una carta de despedida; también manuales de vuelo en árabe. Tienen 33 y 23 años respectivamente y se conocen desde hace tiempo.

En julio de 2000 acudieron a la escuela Huffman Aviation Inc. de Florida para superar los exámenes de piloto de la Administración Federal de Aviación (FAA) en noviembre. Además están matriculados en la Universidad Técnica Hartburg en Hamburgo (Alemania). Hacia esta ciudad habían viajado en enero, con sus pasaportes de Emiratos Árabes, pero regresan a Estados Unidos en mayo.

En Boston, Atta toma el vuelo 11 de American Airlines y Al-Shehhi, el 175 de United Airlines. Son dos compañías diferentes con el mismo destino: Los Ángeles. Ellos y sendos grupos de cuatro viajeros saben que acabaran en Nueva York. Al poco de los despegues (sobre las 8:00 hora local y 14:00 en España) se hacen con los mandos. Para sacar al piloto de la cabina, uno de los grupos mata a las azafatas. Llevan armas blancas, más fáciles de camuflar

También son secuestrados otros dos vuelos: el 77 de American Airlines, de Dulles (Virginia) a Los Ángeles y el 93 de United Airlines desde Newark (New Jersey) a San Francisco. Hay, en total ,19 asesinos incontrolados en el aire estadounidense con cuatro armas cargadas de inocentes.

El Boeing 767 de American Airlines sobrevuela la cuadrícula de Nueva York. A las 8:45 horas, Atta lo estrella contra los pisos 90 a 94 de la torre norte del World Trade Center. Mata a sus 92 ocupantes y a un número indeterminado de oficinistas. Los afortunados empieza la evacuación. Aún creen que se trata de un accidente. Tiran zapatos, bolsos y lo que les molesta para huir escaleras abajo. Arriba, el incendio causado por la colisión afecta ya a las 30 últimas plantas. La televisión transmite en directo la tragedia.

18 minutos después del impacto, Al-Shehhi contempla el horror con sus propios ojos. No se detiene. Las plantas 73 a 77 de la torre sur se tragan los 48 metros de envergadura del 767 de Boston durante décimas de segundo. Luego, escupen el fuego de la explosión en todas las direcciones. Ese horno consume los 65 viajeros del vuelo 175 de United Airlines. Como un eco, se repiten los gritos, las carreras, las muertes de su rascacielos gemelo. Ya no hay dudas: es un monstruoso atentado.

“Dos objetivos han sido alcanzados”. Los servicios de seguridad estadounidense interceptan dos llamadas telefónicas de miembros de Muyahidín Jalq [los Combatientes del Pueblo], organización que comanda el terrorista Saudí Osama Bin Laden.

El presidente George W. Bush está en la escuela Emma Booker en Sarasota (Florida) cuando el oído le comunican los acontecimientos. Los define como “una tragedia nacional” en la alocución que graba para el país antes de subir al Air Force One. Aunque se dirigía a Washington, el avión presidencial desvía su rumbo.

También el jurista Ted Olson recibe un mensaje. Es de su esposa, Barbara, que le llama con el móvil desde la parte trasera de un Boeing 757. Unos hombres con cuchillos lo han secuestrado, pregunta qué puede hacer. Este vuelo, el 77 de American Airlines, cae sobre el Pentágono. Se acababa de cerrar el espacio aéreo de Estados Unidos y Washington decreta la alerta Delta: la Casablanca y los principales edificios oficiales son evacuados. La cadena de cierre alcanza, en Bruselas, la sede de la OTAN.

En Nueva York, dentro de las torres, personas acorraladas por el fuego se apiñan contra las ventanas. El humo impide que los helicópteros los rescaten. Algunos tienen tiempo de despedirse de sus seres queridos por teléfono. Un testigo definió lo que sucede luego: “Llovieron hombres”. Una pareja se arroja de la mano. Son las 10:05 cuando la torre sur, la segunda en recibir el choque de los aviones, se derrumba.

Cinco minutos después, el 757 de New Jersey se estrella en una zona deshabitada de Pensilvania. Algunos de sus 45 pasajeros conocían, por los dispositivos móviles, los otros secuestros. Algunos lucharon contra los terroristas.

A las 10:28 cae la segunda torre. Cinco bomberos corren a refugiarse en el interior de un vehículo que sepultan los cascotes. Otros 200 compañeros, junto a 78 policías que ayudaban en el desalojo del World Trade Center, se cuentan entre las posibles víctimas. Un espeso humo recorre Manhattan. Cubre las ropas, dificulta la respiración y se come la luz. La nube es visible desde el espacio, a miles de kilómetros.

Wall Street cancela la apertura de la bolsa. Las reacciones internacionales de condena (como la de la Unión Europea) se encadenan con comunicados de grupos más o menos pintorescos. Arafat, el presidente palestino, dona sangre para las víctimas en Gaza. La Reserva Federal se prepara para abastecer los bancos. Las bolsas europeas caen entre un 5% y un 10%. El precio del petróleo sube.

El alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, pide a la población que evacúe el sur de Manhattan. Sólo se oyen las sirenas. Bush emite un nuevo comunicado desde la base aérea de Barksdale (Luisiana). Luego parte hacia la de Offutt (Nebraska), donde se encuentra el Mando Estratégico de Estados Unidos. Allí se reúne con sus asesores de seguridad.

Aznar suspende su gira por los países bálticos para incorporarse al gabinete de crisis, con los ministros de Defensa, Asuntos Exteriores, Interior y el portavoz del Gobierno.

El fuego hunde un edificio próximo a las Torres Gemelas.

Estados Unidos se merecía el ataque “por sus crímenes” anuncia la televisión de Irak. Todos miran Afganistán, donde el Gobierno de los talibán refugia a quien ya se considera el máximo sospechoso: Bin Laden. La capital Kabul es atacada con misiles en plena noche. Washington desmiente la autoría, que atribuye a la oposición al régimen. A las 20:30 Bush habla desde Washington: No hará distinciones entre los terroristas y quienes les cobijan.

El miércoles 12 los periódicos estadounidenses hablan de infamia. En Nueva York, la luz ha cambiado. “Es más gris, de un gris metálico”, la describe el escritor Antonio Muñoz Molina en El País. Muchos niños siguen esperando las guarderías que los recojan sus padres. Los ferries trasladan miles de restos humanos, a través del río Hudson, hasta el Military Ocean Terminal en Nueva Jersey, habilitado como tanatorio.

Nueve policías y bomberos son hallados vivos, gracias a las llamadas de sus teléfonos móviles. Una de bolsa de aire entre los restos del derrumbe les permitió respirar. La Cruz Roja pide sangre y dinero para atender a los heridos. Los hospitales atienden a unas 1.400 personas, la mayoría con quemaduras. Los familiares recorren los centros con fotos de sus seres queridos, en su busca.

Bush, con un nuevo discurso, califica el monstruoso atentado como “un acto de guerra”. La OTAN se plantea una intervención conjunta de todos los aliados. Los talibán piden a Estados Unidos que no les cause “más miseria”.

Hasta el día 13, no se difunden las cifras oficiales de víctimas. En Nueva York se cuentan 4.763 desaparecidos, incluidos nueve españoles. En el Pentágono fallecieron unas 125 personas. Y hay que sumar las 266 de los aviones secuestrados. El alcalde pide 30.000 bolsas para cadáveres. Pero hay datos para la esperanza: salen con vida de los escombros cinco bomberos que se resguardaron en un vehículo. “Excavamos con las manos”, dice la brigada. El presidente llora ante las cámaras. El secretario de Estado, Colin Powell, señala por primera vez a Bin Laden. En Afganistán, la población abandona en masa la capital, detrás de la mayoría de los diplomáticos occidentales.

El Congreso autoriza a Bush, el viernes 14, a declarar la guerra. El Senado aprueba una partida de unos 7,2 millones de pesetas para la crisis. Es el doble de lo que había pedido el presidente. Defensa moviliza 35.000 reservistas.