martes, 21 de julio de 2020

Ritos de felicidad


Llegar al pueblo y aparcar lo más cerca posible de la playa. Subir la alta duna que separaba la calle del mar. Correr cuesta abajo por la arena tibia, enfilando las olas, desatando las risas. Dejar el calzado a toda prisa junto a la orilla. Adentrarse en el agua, salpicarse de sal sin necesidad de desvestirse. Saltar, empujarse, gritar. Uno junto al otro.

Ese era el rito de cada año, la imagen de la felicidad de los niños, la felicidad familiar.

El padre los miraba sonriendo mientras atraía a la madre por el hombro. Un año más, habían cumplido. Quedaban fuera muchos esfuerzos, breves humillaciones, los trabajos; la vida de adulto, el disimulo cotidiano, los dientes cariados sin dentista, el ahorro de cada día. Todo merecía la pena por ese instante que preludiaba una semana de maravillas.

Esa era la imagen de 2019 que proponía la aplicación del móvil paterno.

Este año, no. No podían cumplir. Los cuatro habían pasado el confinamiento en Madrid. Los padres habían sentido la incertidumbre, habían conocido casos cercanos de covid-19, habían llorado a escondidas. Los niños habían celebrado pequeños triunfos: asomarse al aire del balcón, bajar al portal con la basura, reanudar los paseos. Donde sus padres veían parques cerrados, ellos encontraban un misterio que resolver. Se adaptaron al gel hidroalcohólico, a las mascarillas y a la decisión forzada de no viajar durante el verano.

Habían terminado el curso por internet, por internet se habían despedido de sus amigos. Cuando terminaron con las obligaciones, los dos niños propusieron un juego.

Comenzó con la confección de una lista con lo más hermoso de las vacaciones. Después de mucho trajín, la redujeron a cinco puntos que coincidían con los cinco sentidos: tacto, vista, oído, gusto y olfato. El agua fría del mar, la lengua de tierra que casi alcanzaba Santander, el romper de las olas, las pizzas en Mamma Angelina, el olor a orégano y albahaca. Añadieron de propina el suave vaivén náutico de los Reginas.

Ahí tenían resumido el cotidiano veraneo.

El agua de la bañera no estaba tan fría como la del Cantábrico pero sentían la sal que habían disuelto, el lecho de arena derramada, la espuma de gel con que se salpicaban. La grabación del oleaje sonaba tan auténtica que afianzaba su fantasía.

Cambiaban las imágenes y los vídeos proyectados contra la pared grande del salón, contra otras superficies menores que hacían de ventanas. Tenían mil paisajes de años anteriores: contemplaban el amanecer, la bruma, el cielo nublado, el atardecer en la bahía. Algunas de las fotos que se hicieron con esos fondos quedaron bastante bien.

La cocina fue lo más sencillo de imitar, eligieron los ingredientes que recordaban bien y cuidaron el punto exacto del horneado. Embarcarse en la cama, moviéndose de un lado a otro en común, resultó más divertido que ridículo a pesar del aparatoso ventilador.

Repitieron estos ritos durante una semana entera. Y hasta les dio pena cuando tuvieron que despedirse de ellos. Quisieron prolongar la ilusión un poco más, fatigar lo ficticio. Bajaron hasta el coche y, sin moverlo, fingieron el viaje de vuelta. Las conversaciones, el aburrimiento, hasta las pequeñas discusiones.

En los asientos de detrás, los niños regañaban. Delante, los adultos se daban la mano. La felicidad solo era un conjunto de pequeñas cosas.

jueves, 2 de julio de 2020

Patrimonio


Dicen los del autoengaño que el universo recompensa tus bondades. Es mucho mejor el azar, que añade a estos méritos todo cuanto hayas hecho mal.

En un tiempo cercano que la pandemia había alejado, volví a los paisajes en que me refugiaba durante los años más crudos de mi carrera. Pensaba reencontrarme con las ausencias emocionales de entonces, con la sensación de seguir solo y varado. Pero recorrerlos de la manera en que lo hice me convenció de que no estaban vacíos, de que podía llenarlos. Cubrí el horizonte de las Vistillas con una intuición de mar, la plaza de la Paja con multiplicado afecto, superé el inofensivo Viaducto tan tentador otrora, de lejos saludé el Teatro Real y el Palacio Homónimo. Por fin desembarqué en el Campo del Moro. Era tiempo de otras flores, la rosaleda circular se adornaba con pétalos secos. Lo compensaron las amplias sendas de tierra, los caminos menores, la sombra de los grandes árboles, su murmullo y su abrazo. Sentí todo tan hermoso que hasta me planteé un selfi, antes de salir, desde las alturas de la entrada. No pude por mi repulsión al instagramismo. Muy mala decisión: hoy echo de menos esa foto.

Después de la COVID, por motivos profesionales, volví a meterme en el mismo jardín. Con más trabajadores que visitantes, nuestra enfermedad le había sido del todo indiferente. Seguían las mismas especies cuyos nombres desconozco, la abrumadora perspectiva central hacia el basamento del Palacio, la fuente central que vi sin agua. No se habían borrado, claro, las largas veredas que extienden sus onduladas redes bajo el sol y la sombra. Apenas unos simbólicos bancos dispuestos patas arriba atestiguaban la crisis. Y unas cintas de plástico con el indicativo “Patrimonio Nacional” que cruzaban algún sendero. Como el que seguí la otra vez, ese que desembocaba en un banco de piedra también vetado. El cartón de “Prohibido sentarse” estaba impreso en gruesas mayúsculas de color verde y bien adherido; su rugosa superficie daba fe de cuanto había llovido desde entonces. Me pareció una metáfora perfecta para cerrar esta segunda visita, añadiéndola a mi patrimonio.

No anduve el camino que desciende próximo a la Cuesta de san Vicente, tenía prisa ya. Enfrente aguardaba, para un reportaje sobre su rehabilitación, la estación del Norte. Así la llamo porque no puedo imaginar ningún príncipe que sea pío. Desde que dibujara su interior, en bocetos para Análisis de Formas, la sentía como mía. Mediante el bolígrafo negro y los rotuladores secos me había adueñado de sus espacios, sus vías muertas, las discretas cerchas, los tragaluces en las cubiertas, el vejado vestíbulo superior. Las perspectivas traslucían un tufillo a soledad y a fuga. He llegado a considerar uno de esos dibujos como el más triste que jamás haya hecho, otro puede recibir el título del “más minucioso ever”. Pensé en aprovecharlos para un cómic titulado “Vidas planas”, como alusión a personajes que imitan los del cine.

(En sus viñetas quería soterrar mi dolor por el proyecto noventero que reventó mi espacio: los agujeros internos del metro y el tejado exterior a dos aguas, de menor pendiente, que rompía las antiguas proporciones. Para más inri, el proyecto del Pasillo Verde se materializó como Tapón de Ladrillo sobre sus vías.)


Mi afecto por la estación se completó cuando alquilé un piso justo encima. Fue un curso inolvidable, tanto como la terraza que sobrevolaba sus andenes. En primavera casi viví en ella: estudiaba apoyando mis pies en el peto, allí desayunaba o tomaba infusiones después de cenar. Nunca he hecho tantas fotos como a los atardeceres naranjas sobre la Casa de Campo. A la felicidad de entonces solo la roía una pega: Lo inaccesible de las torres en las esquinas, el abandono que traslucían sus ventanales, las cúpulas ajadas.

El fotógrafo me estaba esperando. Cuando la aparejadora que nos guiaba abrió la puerta a la torre de levante, casi colapso. Rehabilitadas fachadas y cubiertas, del interior solo se habían recuperado las escaleras y el ascensor original. No me importó. Visitamos sus plantas y hablamos del uso al que se destinaban, de las técnicas usadas para reforzar sus estructuras, del tratamiento de algunas carpinterías. Me maravillaba enfrentar las ventanas desde dentro, contemplar el espeso fondo vegetal del Campo del Moro. Sin la presencia ajena, me hubiese echado a llorar tras las gafas y la mascarilla. Llegamos al nivel situado bajo la cúpula, que mostraba huellas de su okupación. Pudimos salir al exterior y circundar la columnata: el fotógrafo se empachó con vistas; yo, frente a la terraza que habité una vez, con nostalgias cumplidas.

El siguiente ámbito no fue menos emotivo. Una actuación reversible había convertido en teatro la parte central del vestíbulo. Alcé los ojos, reconocí mi dibujo con alegría. Ahí seguía lo mejor de mi habilidad juvenil, las minuciosas líneas entrecruzadas definían cada despiece: el tablero de madera, las cerchas principales, las correas también roblonadas, los cabios. El intradós de la cubierta seguía siendo real porque yo lo había reflejado. También me emocionaron las lámparas originales y los recuperados montacargas en el espacio anexo. Todo estaba en perfecto estado de revista. Para concluir entramos en la torre de levante. No se había actuado dentro pero contemplar los viejos andenes desde su altura lo compensaba de sobra.

Salimos, nos despedimos los tres.

Lo decidí entonces, por prolongar la alegría, por comerla a bocados, por digerirla: regresaría a pie hasta el centro. Caminé a buen ritmo sin percibir la cuesta de san Vicente. Me crucé con algunos vecinos; cubiertos con mascarillas, marchaban hacia abajo.

Sentía que se me había concedido un premio inmenso, no de consolación por mucho que me aportara consuelo. Era mucho más. No creía merecerlo.

Paso a paso, interiorizaba las sensaciones que me acompañaban esa mañana, las que se remontaban a unos meses, las de tantos años. Encontraba sentidos, cerraba círculos, restañaba heridas.

La plaza de España estaba en obras. Una luz pesante, uniforme, bañaba la Gran Vía y desdibujaba sus molduras. No importaba.

Llevaba asida una alegría que me reconciliaba con esta ciudad, tantas veces cruel.

Me reconciliaba con los polos de mi pasado, con el confuso presente, con mi puta historia.

(¿Cómo lo había expresado antes, frente al banco del jardín?)

Aceptar la metáfora, las prohibiciones, las ausencias y los parches era aceptarlo todo, añadirlo a mi patrimonio.