martes, 16 de julio de 2019

La rueda

Tenía el sueño ligero y los sueños por definir. Su insomnio despertaba cada noche con el pitido del tren de la cercana estación, a las diez y cuarto. Y se prolongaba durante varias horas por el pesado rodar de los camiones bajo su ventana. No era un sonido agresivo sino algo cercano a una repetida nana, que lo mecía en un duermevela acogedor. Lo abrazaba en pequeños intervalos en donde su cordura se preguntaba qué llevarían los remolques, adónde irían, pero sobre todo se dejaba llevar, viéndose en la cabina del conductor. Atravesaba calles vacías con la ayuda de los faros, que concretaban las fotos más pintorescas. Un árbol torcido en su alcorque, ese balcón con bombonas de butano o la única persiana a medio bajar de toda la fachada gris. Aun amando las imágenes imaginadas, se quedaba con el ronroneo del motor, la monotonía del asfalto y la sensación de movimiento que acercaba una certeza de oleaje a sus sábanas. Alguna vez se despertó mojado. 

Su mar eran planos trigales que unían los pobres pueblos ciertos de sus padres, enjabelgados de nada, desenfocados por la noche, con islas de promontorios donde una encina mecía sus yemas. Solo oía ese susurro yermo sobre el motor, el viento entre las ramas, entre los pesados granos del cereal presagiando la era; el resto era silencio. Meses casi mudos alargados en años por pura monotonía infantil, viajes nocturnos sin perspectivas de destino, ni punto de fuga en su horizonte.

¿Fue porque creció o porque construyeron una carretera de circunvalación? Dejó de oír las conocidas ruedas, de entredormir viajes, odiseas y prometedoras sombras llenas de vida. Se despertaba ya ligero, curado de inercias, listo para las tareas diarias. Y no quedaron más que estúpidos recuerdos que no van a ninguna parte.