sábado, 17 de octubre de 2020

Por san Marcos

Padre nunca iba a escribir un libro. Lo había dicho el señor maestro. Bueno, en realidad, don Tomás dijo que un hombre para ser considerado como tal debía hacer tres cosas: plantar un árbol, tener un hijo y lo del libro. Su tono tirando a amargo no concedía oportunidad a ningún adulto de Toldevilla, mi pueblo. Tampoco se la daba a ningún chico de la escuela, por muy alumno suyo que fuera.

Se lo dije a mi padre a la hora de comer, lo de las tres cosas. Me miró durante un segundo pero luego siguió desmenuzando pan duro sobre la sopa de ajo, sin responder nada. No solía meterse en conversaciones que no le llevaban a ninguna parte. No solía hablar.

Anda, no molestes a tu padre, dijo madre. Traía en una gran sartén los huevos fritos del segundo plato. Uno para ella, otro para mí, dos para padre.

Por san Marcos podéis venir a Entreaguas, dijo él.  

Llamaba Entreaguas a un pequeño huerto junto a un riachuelo, el Moscas, que corría rehundido. Una acequia iba algo más arriba, sobre un pequeño terraplén. Fuimos el año pasado por estas fechas, los tres. Aún no había decidido si el sitio me gustaba o no. Sí me gustaban los pájaros, se comían los insectos que atraía el agua. 
 
Como padre hablaba poco, lo que decía iba a misa.

Por san Marcos, salimos temprano por la puerta del corral. Padre me dio la azadilla que usaba para trabajos menores. Él llevaba la grande y un palo muy largo con un bulto abajo, atado con tela de saco. Es el cepellón, tiene las raíces del manzano, me había dicho hace un año. Entonces yo no tuve que llevar nada y me limité a acompañarlos, a mirar cómo cavaba la tierra y a perseguir vencejos con la mirada para no aburrirme. Ni me enteré de cómo había colocado el palo en vertical. Entonces yo era demasiado pequeño pero ya no, al parecer.

Espabila y no te amohínes, dijo madre. Llevaba un cubo vacío y seco, con un rodete de tela dentro.

Caminamos alejándonos del pueblo, al menos media hora, por un camino ancho y seco. A ambos lados, verdeaban campos de cereal, algunos los trabajaba padre. El huerto era más fértil. Ahí estaba el manzano que plantó el año pasado, parecía más recio y estaba en flor. La primavera es un buen momento para empezar cosas.

Padre miró hacia el río, a la corta sombra del frutal y respiró fuerte. Hizo una marca con el talón del pie derecho. Es aquí, tendrás que cavar con la azadilla, dijo.

Mientras me miraban atacar los surcos, no cruzaron ni una palabra. Notaba sus sombras, cómo se movían según se gastaba su paciencia. Se aburrían pero no eran de mirar vencejos. Los mayores son raros.

Noté de pronto que padre me apartaba. De dos golpazos contra la tierra, hizo un agujero donde cabían las raíces del árbol, el cepellón entero.

Más caga un buey que cien golondrinos, dijo madre. Era de sentencias y refranes. Mujer refranera, mujer puñetera, decía alguna vez. Había llenado el cubo con agua de la acequia y la estaba echando alrededor del palo vegetal, ahora vertical.

Yo me sentí algo triste, ridículo con mi inútil azadilla, inútil como un golondrino.

Mi padre me miró, inexpresivo. Su cara me recordaba la piel que trabajaban 
los curtidores. En los ojos se asomaba algo pero no lo dejó salir.

A la vuelta, yo jugaba a volar como los vencejos, con los brazos extendidos, yendo y volviendo por el camino. Pero no me salía ir rápido. Ellos marchaban juntos detrás. Madre había recogido algunas hierbas verdes para los conejos, junto a la acequia. Las llevaba en el cubo y el cubo en la cabeza, sobre el rodete.

El viento que venía de sus espaldas me
trajo las palabras de padre:

A este paso, el chico nunca plantará un árbol.