sábado, 26 de noviembre de 2022

Selector

Es tan grande el hangar que dentro se forman nubes de vapor. Fuera, ya no. Un Gerundio Carballar minúsculo, vestido con mono grana y casco de oro, con botas, admira la estructura que sustenta la cubierta opaca. Entre la alta niebla, a más de 45 metros del suelo, apenas atisba las cerchas de acero que salvan 115 metros de luz. Se repiten en tramos regulares hasta lo que Gerun considera el infinito.

No ve los soportes roblonados. Quedan tras el acabado de las paredes, unas hueveras con globos adheridos de distintos diámetros. Otros, los más grandes, penden de la estructura. Oscilan entre los diez y los 25 metros. Estas tecnoesferas de fuerza parecen distribuirse aleatoriamente pero responden a unas excelsas coordenadas de filas y columnas. En el interior guardan 3.912 diferentes modelos de avión, más o menos. Deberían mostrarse impolutos pero la suciedad ambiente (con humo, corrosión y arena) traspasa cualquier protección. Descarta el Mig-19, el Spitfire y el Blackbird de los X-Men.

Su favorito, recuerda Gerundio, era el Fokker Dr. I, el del afamado piloto Hugo Von Hofmannsthal. Mide 5,77 m de largo, 7,20 de envergadura y 2,90 de alto.

Cuenta los 32 pasos con los que se planta ante la abigarrada columna del triplano rojo. Está en la tercera fila. Sabe su ubicación de memoria y su código: FreQ1982 DRO-020. Ya no puede arrepentirse. La máquina no tiene palabra de seguridad. Teclea el selector y un brazo articulado de aluminio lo captura con su mecanismo de neopreno magnético. El dios Gancho ha hablado, decían en la antigua peli de dibujos animados. La grúa-puente de la que pende lo lleva en volandas hacia la salida. Detrás, Servando desanda silbando el camino de inicio. El suelo conserva manchas de diez combustibles, las rodadas de mil neumáticos y hay varias juntas de dilatación reventadas, al menos cien.

Sólo ante la puerta, el gancho lo deposita en el suelo. Ser, así le gusta a Servando que le llamen, atraviesa la tecnoesfera sintiendo unas leves cosquillas, gracias al clásico chisporroteo. Fuera queda lo sucio, lo más sucio.

Sube con dificultad a la segunda ala, pocos trotes le quedan, 63 cumple hoy. Coloca en el salpicadero las dos fotos de sus críos agrupadas en una regleta bajo la leyenda «No corras mucho, papá». Sonríe de puro recuerdo. Ella, la madre, bromeaba siempre con poner una casette de Camela durante los viajes interestelares. Biela amaba el Fokker; con él hacía honor a su apellido Speedo. Era gentil y revolucionaria. De belleza estandarizada y pechos picudos bajo el cuero. Olía a madreselva con benzol.

Servando enjuga las lágrimas, se ajusta las gafas de entonces y acciona el mando a distancia de plástico. Por dos veces. «Habrá que cambiarle las pilas», musita con pereza. Se va abriendo el gran portón con ese viejo mecanismo neumático que parece suspirar, que estornuda cuando anda estropeado.

Pone en marcha el motor diésel del avión. Los brazos de la hélice se convierten en un círculo fantasma, una rueca veloz de Velázquez. Las ruedas también giran y, aunque no toquen el suelo, aunque la tecnoesfera parezca inmutable, el triplano se mueve.

«Galileo vive, la lucha sigue». Carballar nunca olvida ese grafiti de la Escuela Europea de Pilotos.

Tararea una de Machín mientras recorre con traqueteo equino la pista de despegue. A ambos lados, las farolas de luz mortecina tienen las lámparas rotas al tresbolillo. Se curvan las líneas del horizonte, reparten en olas los brillos del crepúsculo, imitando la cara gaseosa de Júpiter. Cada vez más rápido, Ser inicia la ascensión. Cada vez más vertical. Inquebrantable.

Deja atrás todos los desiertos, atraviesa la atmósfera enfurecida y en un pispás entra en el espacio exterior.

La paz le dura diez segundos.

Comprueba los sensores, las llaves y la navegación. Ha programado un viaje hasta Betelgeuse. «Donde yo no llegué», diría Biela con voz robotizada. Servando se estira tras ceder el control manual.

Cree que la gigantesca nube de polvo estelar le dará problemas en algún lugar de Orión.

Siempre que vuela atraviesa la misma tormenta que mató a Speedo.

Da igual. Gerundio aprovecha para dormir los años luz que tarde en llegar a la mítica constelación.

El despertador de a bordo le avisa con mucho retraso. Ya la tiene delante. Betelgeuse. Más que grande es supergigante. Entre mil astros reconocería el color de la estrella que lo carboniza.


—Eligió la muerte Selector de Frecuencias. Sus cenizas, gracias.

La tragaperras parlante está en el bar, detrás de Rick Freire. Se vuelve, coge el paquete y lo arroja a la escupidera. Podría ser otra, cualquiera; hay una máquina similar en cada esquina de Albacity. «Esta máquina es perjudicial para la salud», reza uno de los laterales. Perjudicial para la salud, repite Rick. Claro, como la vida. Es una dispensadora de eutanasia más bien barata. Las versiones de lujo no condensan tantos fallos en su guión. Son más creíbles las historias, las anestesias que coronan la realidad virtual con una muerte real.

Vivir en este podrido planeta el año 37 dCC es tan inhumano que. Alguien interrumpe los pensamientos de Rick.

—Yo quiero algo menos épico, más de andar por casa, pide otro parroquiano a la jukash-box.

—Le recomendamos Escuela de Calor.

—Radio Futura, me gusta.

—Son cincuenta machacantes, exige el trasto con voz melosa.

El viejo se conecta al frontal por dos sondas: una va al cerebro y otra al corazón. Teclea el código. Ya no puede arrepentirse. La máquina no tiene palabra de seguridad.


lunes, 9 de mayo de 2022

Escaparate que no es de Català-Roca

Es su primer día del libro, casi en común. La ve desde fuera, la rodean obsequiosos desconocidos. Padece sentada tras una mesa que colman ejemplares idénticos. Mueve nerviosa el mecanismo de un bolígrafo, sonríe para acallar el murmullo de su estómago. Hay una fila de presuntos lectores ante ella. La espalda del último casi se apoya en el escaparate. Esa cola y este cristal son los dos obstáculos que nos separan, piensa él. No, concreta, la barrera del tiempo es la más importante. Bueno, qué más da, si todo nos separa. Por ejemplo: Ella vive, Juan recuerda.

Juan recuerda el cercano viaje en tren. Venir en autobús hubiera sido demasiado dramático, incómodo, casi indecoroso. Los paisajes que se sucedían no llamaron su atención, tampoco su reflejo en el cristal de la ventana. La estación, sí, por su luz, por sus hormigas colisionando, separándose tras un breve movimiento en las antenas. La bóveda tenía algo de cielo. Se sepultó en el metro, había memorizado el trayecto con todos los trasbordos. Las sacudidas del vagón contrastaban con la quietud lineal que le acunara en el primer viaje. Le sorprendió que la salida estuviera tan cerca de la librería. Quería estar allí en su primera firma, en su primer San Jordi. Ahora está paralizado. Mira los gastados puños de la camisa. Ella los verá cuando estire el brazo para que le firme el libro. Seguro que no le importa.

Ella vive, desenvuelve los gestos de sus manos ante el nombre rotulado a gran tamaño, Marta Villar. En el cartel alargado que la respalda, el título de la novela importa menos. Enfrente se repite el rito: el supuesto lector se acerca, toma un volumen azul de la mesa, dice un nombre, ella le escribe algo con minuciosa letra y verde tinta y se lo devuelve con esa mirada que sonríe. Así desfila uno tras otro. ¿Qué siente mientras recibe los halagos de educados desconocidos? 

Juan recuerda la alegría que le atravesó cuando supo que ella había ganado el concurso. Un premio que le aseguraba saltar a primera línea. Lo leyó en su periódico habitual, en alguna aburrida página interior, en un breve sin foto. Ya había publicado, con buenas críticas y malas ventas, un par de novelas cortas. Antes de leerlas, sabía cómo eran, ni tuvo que malgastar adjetivos para definirlas a posteriori. Sí. Ya has llegado, niña, ya has llegado. No había cambiado ni universo ni estilo, y su profundidad no se distraía en adornos. Solo le confundió su foto en las contraportadas, tan adulta con apenas treinta años.

Al fondo de la sala, tras la joven escritora y el atrezo comercial, una estantería alterna distintos gruesos y colores en volúmenes casi verticales. Este falso azar acontece en todas las baldas menos en la central, donde se suceden lomos idénticos de tono azul celeste. A la derecha, una empinada escalera conduce a un lugar ignoto. La fila se mueve incesante siguiendo un zigzag no forzado y no parece agotarse. Parte ya desde el exterior. ¿Es usted el último? No, no. 

Juan recuerda la última vez que se vieron. ¿Han pasado cinco, diez años? Subió ella a su casa a despedirse. Volvió a llamarle señor Juan. Fingió comprarle, por tres euros, un libro de Sabato en una bellísima edición ilustrada. Se la había reservado: paisajes desolados, en ocres y en verde herrumbre, su color favorito. La conversación dio vueltas sin concretar, manosearon otros libros, sonrieron recordando a Onetti, repasaron anécdotas que no tuvieron los mismos ecos de otras veces. Luego cayeron en un silencio tranquilo, reposado en la mutua confianza. Mientras daba vueltas a la cucharilla pensó, pensaron que el azúcar no iba a poder endulzarles el último café. En la puerta ella ya le dijo. Me voy. Claro. Esta ciudad la mata, nos mata. Es un ente soberbio que aprieta con bota a sus mejores seres. Claro que te vas.

Abril y este sol de sofoco. Alguien en la cola se queja de que sume con la humedad. El Mediterráneo no debe de estar lejos. Una señora despliega su abanico. Una botella de plástico lanza un haz de luz sobre el escaparate, sobre el ordenado montón de libros de Marta; la alza un muchacho atlético. Otra joven mordisquea la manzana que acaba de extraer de su bolso. Le mira. Yo la sigo en Twitter, ¿y usted? 

El señor Juan recuerda cómo algunos de los más cercanos se atrevieron a presentarle sus escritos. Fue difícil ser sincero, animarles a seguir y no hacer daño. ¡Había tanta ilusión en tan pobres palabras! Ella también trajo las letras de una amiga. No fue original ni en su excusa ni en su timidez pero era distinta. Conocía otros chicos más afectuosos y con adolescencias más líricas pero ninguno escribía como Marta, desde donde Marta escribía. Traía un mundo interno que afloraba en cada frase, en fondos y formas maleables a su voz. Hablaba con tono profundo, grave, como de raíz imbricada en la tierra. Aún se perdía en vericuetos y bifurcaciones varias pero irían podándolos para que la savia solo alcanzara significados naturales y esas ramas fueran celosía de cielos. En las redacciones de los otros surgían brillos intermitentes, sí, y crepúsculos de bolsillo, incluso había un crío loco que tallaba hermosos sonetos, pero no dejaban de ser trabajos de secundaria queriendo llegar a bachiller con los pies en puntillas.

Él sigue sin decidirse. Tras el escaparate, Marta bebe agua en un vaso. Mantiene la mano unos segundos sobre el cristal helado para descansar de tanta firma. Calcula cuántas más faltan por llegar. Otra sonrisa enmascara un suspiro. Echa un rápido vistazo al móvil. Mañana digerirá todo esto.

El señor Juan recuerda cuando cerró el quiosco en un simulacro de jubilación. Le costó mucho, muchísimo. Le costó tanto que siguió en contacto con algunos niños ya jóvenes, ya adultos y con libreros de viejo que le servían de camellos. Consumía a diario pero, poco dado a la relectura y a la posesión, solía redistribuir sus tesoros entre su círculo afectivo por un precio simbólico. Acogía a la muchachada en su ralo domicilio. He guardado esto para ti. ¿Quieres merendar? Léete esto otro. No acostumbraba a equivocarse. Todos le seguían llamando señor Juan.

Marta se levanta, por estirar un poco. Solo cinco minutos. Su cuerpo huesudo parece formado por dedos, capaz de asir cualquier cosa. Nada frágil, como un bambú. Habla con un alguien que la acompaña tras la mesa. Mira hacia fuera con grandes ojos sabios. Pocos de los que aguardan leerán más allá de su firma, de una dedicatoria que está pensando en estandarizar.

El señor Juan recuerda que su quiosco nunca llegó a librería. Ni casi a quiosco. Ocupaba el lateral de un portal alargado. La entrada a los pisos superiores estaba al fondo de ese pasillo. Y en el lado derecho, con apenas dos metros de longitud, un cristal de cuyo interior, con pinzas y cuerdas, colgaban revistas, noveluchas y tebeos. No había más orden que el contraste de colores. En el centro, el vidrio se abría en un rectángulo; por ahí casi no cabía la cabeza del señor Juan. No era mayor, apenas adulto, pero a los niños les parecía un viejo y lo respetaban. Aunque siempre estaba leyendo, les atendía sin el menor reparo. Enseguida conocía sus nombres y guiaba sus gustos, les hacía recomendaciones infalibles. Muchos llegaron a Verne y a tres mosqueteros gracias a él. Algunos alcanzaron a Proust. Su puesto conoció cierto éxito porque se podían cambiar tebeos y novelitas de mano pagando una moneda. Otros le copiaron la idea pero no el escueto nombre: Kiosco Barato. 

Ella sabe que este instante tiene vuelta atrás. Sabe que todos estos pasos son contingentes, que solo vivir es necesario. Y que este amanecer no es poco. La fila de fuera se organiza con técnicas de supermercado. Alguien vuelve a preguntar por el último. En el eco interior del viejo resuena: ¿quién da la vez?

Mira a Marta sin verla. El señor Juan ya no recuerda y piensa como Jano. Ella pudo ser él. Él pudo ser ella. Y vuelve a recordar. Finalista en un concurso de prestigio, uno de los editores se acercó a conocerlo, he leído tu novela, yo la recomendé al jurado. No retuvo su cara, sí su gesto, ya entonces le repugnaban los rostros. Comentaron algunos aspectos del relato, sus luces, sus insistentes sombras. Bueno, le consoló, eres muy joven. Y, de repente, una década y el quiosco. Y, al instante, cuarenta años más. El señor Juan recula. Sin moverse, lleva retrocediendo desde que llegara a la librería. Ha transitado por memorias cada vez más remotas. Alcanza ahora un lejano poema que escribió con presentido tono autobiográfico: «Miro mis muñones / acostumbrado a mirar escaparates / y sé que nunca atravesaré el cristal».

viernes, 8 de abril de 2022

Musa Rania

Rania iniciaba su tesis mientras yo escribía la novela que iba a redimir mis canas. Me pareció la correlación temporal perfecta: sus progresos impulsarían mis avances y sus deslices minorarían mis fracasos. Así que comencé a seguirla en Twitter a una respetuosa distancia.

Gracias a Rania, redescubrí la suerte de haber tenido padres como los míos, como los que ella disfrutaba en un escalón superior. Pudimos dedicarnos a los estudios sin trabajar y derrochar después el tiempo en una actividad intelectual. Ese no fue el único paralelismo que deduje para sentirla cerca.

En estos casos, dicen los expertos en redes, el enamoramiento acecha. Yo estaba armado con un arsenal de excusas: primero fue demasiado joven, luego demasiado guapa. Para seguir defendiéndome, inventé que era bajita. Me dio con su 1'75 en las narices y ya no supe qué disculpa poner. Ay.

Además de la estabilidad, los afanes y la estatura, nos unían algunos gustos, ya lo he escrito antes. ¿Los más importantes? El teatro (era materia de su tesis, era mi forma de enfrentar la vida) y la creencia en una Edad de Oro (materia de su tesis, mi forma de enfrentar el futuro).

Mi devenir seguía varado en una placidez lechosa (blanco y en botella andaba) cuando me alteró uno de sus tuits. ¡Rania iba a defender la tesis ante el tribunal! Revisé las fechas, alarmado: habían transcurrido dos años, dos años ya. Tiempo insuficiente para que yo pergeñara un primer borrador de mi novela pero que ella había aprovechado para completar su labor.

En el mar de mi incomodidad, encontré una isla donde evitar ahogos. Al solidificar Rania su empeño, el de la imprenta pareció decepcionarse de que tantas páginas no conformaran una novela. Lo contó con ironía ella en un tuit que tengo guardado. Indiferente a la miseria que me cegaba, en su anécdota hallé un consuelo de topo: era tan superior mi actividad, que justificaba todo el retraso.

Pero no hay relato de navidad sin justicia poética: Al poco de doctorarse, Rania escribió un hermoso artículo en una revista. Como era joven y barroca, valga la redundancia, quiso poner en él todas sus ideas y todas las palabras existentes. Cada párrafo era un fárrago. O eso opina mi subterráneo rencor.