viernes, 30 de abril de 2021

Diez episodios de ira

El repintado ataúd blanco se asienta sobre dos caballetes. Y sobre huérfanos lamentos. Es terrible. Nadie podrá comprenderlo nunca. Alrededor del metro sesenta de frío recipiente, la coja familia suspira. Todos están esposados a sus recuerdos. El que más, el hermano. Quizás es el único que puede comprender.

Cuando don Basilio, pálido, abría las ventanas del aula entraba un mal aire. Algo eléctrico se apoderaba del profesor de párvulos y le hacía despotricar contra cualquier mosca que zumbara. Su blanco favorito solía ser Damián. El niño agachaba la cabeza para que no le vieran odiar. Nadie veía tampoco cómo convertía, en el bolsillo, una tiza en polvo. Con una fuerza impropia de su edad.

Ni llovía ni hacía sol pero el arcoíris había acabado por impregnar el jardín. Damián, con la rapidez que da la locura, había atrapado una mariposa. Miró a su hermano y le dijo. Nosotros debemos ser así. Iguales. Como las dos alas. Es inútil separarlas. (Lo hizo con rabia). Alejadas, siguen siendo iguales. Solo cuando Antonio prometió serían iguales, Damián consintió en matar el inválido cuerpo de la mariposa. Lo aplastó para hacerle un favor.

Cuando Damián destrozó la televisión, tenía ya siete años. El maldito Correcaminos escapaba otra vez a las acometidas del Coyote. Un proyectil interrumpió su bip-bip. La pantalla se hizo añicos con el impacto de una percha. El jersey rojo que colgaba de ella latía como una víscera. En el aterrado recuerdo de la familia quedó una superposición de imágenes. El Correcaminos atravesado por el proyectil. Y manando un tejido de sangre.

A los arranques de Damián empezaron a llamarles ataques. Solo Antonio vió la causa del primero con esa denominación. Fue en una esquina de la Gran Vía. Damián atacó con saña a un invidente. Cantaba iguales para hoy y el niño arremetió contra sus piernas con golpes llenos de rabia. Iguales para siempre. Iguales para siempre. Con esa frase remataba el niño cada golpe.

Cuando en otro ciego ataque Damián rebanó el cuello a Piolín, el canario, papá y mamá empezaron a preocuparse. A preocuparse por Antonio. Intentaban protegerlo de la frenética actividad de su hermano. Una actividad destructora que manaba a ráfagas. No veían ninguna solución. La que presentían era la que no querían adoptar.

Terminado el ataque, cualquiera de sus ataques, Damián se ponía a llorar. Limpiaba sus ojos y, por un instante, su iris parecía el de un inocente. Lo era. A los ojos de los demás quizá no. Pero sí a los de su hermano. Aunque un momento antes hubiera destrozado la colección de fotos de papá y de mamá. Aunque un instante después estallara de nuevo.

Cuando los separaron, todo fue a peor. Damián quedó en casa. Antonio fue a un internado. A estudiar y a estar a salvo. Después de dos años con el único contacto de las cartas de mamá, volvió a casa para el entierro de papá. Antonio siempre se acordaba del cuerpo de la mariposa. Antonio siempre creyó que Damián había matado a papá y tuvo miedo por todos

Mamá necesitaba estar con los dos. Por un momento todo estuvo bien. Un momento que duró segundos o que duró meses. Quizás era que mamá lo escondía todo. Con la misma dulzura con la que siempre escondía todo a los demás. La separación de las camas. La separación de las habitaciones. Los cerrojos. Las muñecas cuyos ojos Damián llenaba de alfileres aunque se parecieran a ella

Damián puso a su hermano delante del espejo. Antonio sintió cómo se reflejaba en él. Damián le dijo. Tú y yo somos iguales. No como mamá. Antonio le dijo. No somos iguales. No somos gemelos. Tú eres el pequeño. Dos años menor. Damián le devolvió la mirada. Reflejado en el espejo, no pudo esconder su odio.

Antonio mira el ataúd donde su hermano no podría descansar. Nunca había podido descansar. Ahora eran iguales. Solo la existencia de algo tan débil como la vida los separaba. Eran iguales. Mamá suspira. No quería comprender nada. Mira a su niño mayor con la misma dulzura con la que siempre escondía todo.


domingo, 4 de abril de 2021

Olor confuso

El agua caía gota a gota por el interior de las cañerías. Era como una oración, una larga letanía que nadie escuchaba. Tampoco el señor Ignacio, sentado en el inodoro con los pantalones del pijama caídos. Quizás pensaba en Dios o en alguno de sus santos. Bajo el lavabo junto al cubo de la fregona se hacinaban muchos botes de plástico. Destacaba uno con la silueta de Mickey Mouse que rezaba Lejía El Ratón, la mejor lejía. El viejo se levantó con las manos temblorosas, sin molestarse en tirar de la cadena. En el fondo del lavabo, le esperaba una pastilla de jabón. Llevaba pegado alguno de los cabellos que, en un montón disperso, cercaban el filtro metálico. Puso cara de asco. Era incapaz de reconocer olores pero le molestaba mucho la suciedad vista. Retiró todos los pelos protegiendo sus dedos con papel higiénico. Cada día se levantaba el primero en la pensión. A las siete, toalla y radio en mano, se dirigía al servicio. Allí escuchaba las noticias, hacía sus necesidades, se afeitaba y gastaba un poco de tiempo en recordar. Enjabonado frente al espejo, intentó dibujar sobre el vaho del cristal. Le salió una torpe caricatura de mujer. Tenía un nombre para ella: Puri. La cincuentona con la que convivió unas pocas semanas antes de regresar a la pensión. Sus relaciones habían sido casi perfectas; hasta que descubrió que ella usaba el cepillo de dientes de él para arreglarse las cejas. Suspiró nostálgico y afeitado, con algunos remordimientos, menores que los que padecería después. Abrió la estrecha ventana que daba a un hueco de ventilación. De lo que llamaba su zulo sacó una revista pornográfica tan manoseada como manchada. Satisfechas también estas necesidades cayó en la cuenta de que era domingo. Devolvió el pecado a su agujero mientras escogía la hora y la parroquia donde oír misa. Meditaba en realidad el recorrido. Hoy pasaría junto al parque. Fingiendo serenidad, contó los azulejos de la pared. Pero la sucesión de gestos de cada mañana le llevaba al único que trataba de evitar. Apagó la radio con cierta ansiedad. Los latidos de su corazón comenzaron a extenderse por el aseo. Se refrescó la cara dos, tres veces. No, hoy no lo voy a hacer. Inútil. Lo que este día precipitó su acción fue la insistente llamada de mis nudillos en la puerta. ¿Termina ya? Ya va, ya va, respondió mientras sus dedos correteaban por los botes de limpieza. Cogió el de la maldita lejía roedora, la abrió y le dio unos tragos largos, apasionados. Con cierta nube en la cabeza repitió demasiado alto: Ya va, ya va. Eructó en silencio, repasando el sabor del coñac mientras volvía a esconder su recipiente. Siempre terminaba sus abluciones perfumándose con profusión. Solo entonces recordaba vaciar la cisterna del retrete. Nos cruzamos en la puerta. Él, alegremente enojado conmigo. Yo, molesto, presintiendo la confusa mezcla de mierda y de colonia que dejaba cuando salía del aseo. Buenos días. Buenos días. No resulta difícil adivinar la estúpida confusión de la que fue víctima el pobre borracho matinal. La patrona jamás comprendió cómo un hombre "de su condición" murió con las tripas retorciéndose en un baño de lejía.