domingo, 4 de abril de 2021

Olor confuso

El agua caía gota a gota por el interior de las cañerías. Era como una oración, una larga letanía que nadie escuchaba. Tampoco el señor Ignacio, sentado en el inodoro con los pantalones del pijama caídos. Quizás pensaba en Dios o en alguno de sus santos. Bajo el lavabo junto al cubo de la fregona se hacinaban muchos botes de plástico. Destacaba uno con la silueta de Mickey Mouse que rezaba Lejía El Ratón, la mejor lejía. El viejo se levantó con las manos temblorosas, sin molestarse en tirar de la cadena. En el fondo del lavabo, le esperaba una pastilla de jabón. Llevaba pegado alguno de los cabellos que, en un montón disperso, cercaban el filtro metálico. Puso cara de asco. Era incapaz de reconocer olores pero le molestaba mucho la suciedad vista. Retiró todos los pelos protegiendo sus dedos con papel higiénico. Cada día se levantaba el primero en la pensión. A las siete, toalla y radio en mano, se dirigía al servicio. Allí escuchaba las noticias, hacía sus necesidades, se afeitaba y gastaba un poco de tiempo en recordar. Enjabonado frente al espejo, intentó dibujar sobre el vaho del cristal. Le salió una torpe caricatura de mujer. Tenía un nombre para ella: Puri. La cincuentona con la que convivió unas pocas semanas antes de regresar a la pensión. Sus relaciones habían sido casi perfectas; hasta que descubrió que ella usaba el cepillo de dientes de él para arreglarse las cejas. Suspiró nostálgico y afeitado, con algunos remordimientos, menores que los que padecería después. Abrió la estrecha ventana que daba a un hueco de ventilación. De lo que llamaba su zulo sacó una revista pornográfica tan manoseada como manchada. Satisfechas también estas necesidades cayó en la cuenta de que era domingo. Devolvió el pecado a su agujero mientras escogía la hora y la parroquia donde oír misa. Meditaba en realidad el recorrido. Hoy pasaría junto al parque. Fingiendo serenidad, contó los azulejos de la pared. Pero la sucesión de gestos de cada mañana le llevaba al único que trataba de evitar. Apagó la radio con cierta ansiedad. Los latidos de su corazón comenzaron a extenderse por el aseo. Se refrescó la cara dos, tres veces. No, hoy no lo voy a hacer. Inútil. Lo que este día precipitó su acción fue la insistente llamada de mis nudillos en la puerta. ¿Termina ya? Ya va, ya va, respondió mientras sus dedos correteaban por los botes de limpieza. Cogió el de la maldita lejía roedora, la abrió y le dio unos tragos largos, apasionados. Con cierta nube en la cabeza repitió demasiado alto: Ya va, ya va. Eructó en silencio, repasando el sabor del coñac mientras volvía a esconder su recipiente. Siempre terminaba sus abluciones perfumándose con profusión. Solo entonces recordaba vaciar la cisterna del retrete. Nos cruzamos en la puerta. Él, alegremente enojado conmigo. Yo, molesto, presintiendo la confusa mezcla de mierda y de colonia que dejaba cuando salía del aseo. Buenos días. Buenos días. No resulta difícil adivinar la estúpida confusión de la que fue víctima el pobre borracho matinal. La patrona jamás comprendió cómo un hombre "de su condición" murió con las tripas retorciéndose en un baño de lejía.

 

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