jueves, 2 de julio de 2020

Patrimonio


Dicen los del autoengaño que el universo recompensa tus bondades. Es mucho mejor el azar, que añade a estos méritos todo cuanto hayas hecho mal.

En un tiempo cercano que la pandemia había alejado, volví a los paisajes en que me refugiaba durante los años más crudos de mi carrera. Pensaba reencontrarme con las ausencias emocionales de entonces, con la sensación de seguir solo y varado. Pero recorrerlos de la manera en que lo hice me convenció de que no estaban vacíos, de que podía llenarlos. Cubrí el horizonte de las Vistillas con una intuición de mar, la plaza de la Paja con multiplicado afecto, superé el inofensivo Viaducto tan tentador otrora, de lejos saludé el Teatro Real y el Palacio Homónimo. Por fin desembarqué en el Campo del Moro. Era tiempo de otras flores, la rosaleda circular se adornaba con pétalos secos. Lo compensaron las amplias sendas de tierra, los caminos menores, la sombra de los grandes árboles, su murmullo y su abrazo. Sentí todo tan hermoso que hasta me planteé un selfi, antes de salir, desde las alturas de la entrada. No pude por mi repulsión al instagramismo. Muy mala decisión: hoy echo de menos esa foto.

Después de la COVID, por motivos profesionales, volví a meterme en el mismo jardín. Con más trabajadores que visitantes, nuestra enfermedad le había sido del todo indiferente. Seguían las mismas especies cuyos nombres desconozco, la abrumadora perspectiva central hacia el basamento del Palacio, la fuente central que vi sin agua. No se habían borrado, claro, las largas veredas que extienden sus onduladas redes bajo el sol y la sombra. Apenas unos simbólicos bancos dispuestos patas arriba atestiguaban la crisis. Y unas cintas de plástico con el indicativo “Patrimonio Nacional” que cruzaban algún sendero. Como el que seguí la otra vez, ese que desembocaba en un banco de piedra también vetado. El cartón de “Prohibido sentarse” estaba impreso en gruesas mayúsculas de color verde y bien adherido; su rugosa superficie daba fe de cuanto había llovido desde entonces. Me pareció una metáfora perfecta para cerrar esta segunda visita, añadiéndola a mi patrimonio.

No anduve el camino que desciende próximo a la Cuesta de san Vicente, tenía prisa ya. Enfrente aguardaba, para un reportaje sobre su rehabilitación, la estación del Norte. Así la llamo porque no puedo imaginar ningún príncipe que sea pío. Desde que dibujara su interior, en bocetos para Análisis de Formas, la sentía como mía. Mediante el bolígrafo negro y los rotuladores secos me había adueñado de sus espacios, sus vías muertas, las discretas cerchas, los tragaluces en las cubiertas, el vejado vestíbulo superior. Las perspectivas traslucían un tufillo a soledad y a fuga. He llegado a considerar uno de esos dibujos como el más triste que jamás haya hecho, otro puede recibir el título del “más minucioso ever”. Pensé en aprovecharlos para un cómic titulado “Vidas planas”, como alusión a personajes que imitan los del cine.

(En sus viñetas quería soterrar mi dolor por el proyecto noventero que reventó mi espacio: los agujeros internos del metro y el tejado exterior a dos aguas, de menor pendiente, que rompía las antiguas proporciones. Para más inri, el proyecto del Pasillo Verde se materializó como Tapón de Ladrillo sobre sus vías.)


Mi afecto por la estación se completó cuando alquilé un piso justo encima. Fue un curso inolvidable, tanto como la terraza que sobrevolaba sus andenes. En primavera casi viví en ella: estudiaba apoyando mis pies en el peto, allí desayunaba o tomaba infusiones después de cenar. Nunca he hecho tantas fotos como a los atardeceres naranjas sobre la Casa de Campo. A la felicidad de entonces solo la roía una pega: Lo inaccesible de las torres en las esquinas, el abandono que traslucían sus ventanales, las cúpulas ajadas.

El fotógrafo me estaba esperando. Cuando la aparejadora que nos guiaba abrió la puerta a la torre de levante, casi colapso. Rehabilitadas fachadas y cubiertas, del interior solo se habían recuperado las escaleras y el ascensor original. No me importó. Visitamos sus plantas y hablamos del uso al que se destinaban, de las técnicas usadas para reforzar sus estructuras, del tratamiento de algunas carpinterías. Me maravillaba enfrentar las ventanas desde dentro, contemplar el espeso fondo vegetal del Campo del Moro. Sin la presencia ajena, me hubiese echado a llorar tras las gafas y la mascarilla. Llegamos al nivel situado bajo la cúpula, que mostraba huellas de su okupación. Pudimos salir al exterior y circundar la columnata: el fotógrafo se empachó con vistas; yo, frente a la terraza que habité una vez, con nostalgias cumplidas.

El siguiente ámbito no fue menos emotivo. Una actuación reversible había convertido en teatro la parte central del vestíbulo. Alcé los ojos, reconocí mi dibujo con alegría. Ahí seguía lo mejor de mi habilidad juvenil, las minuciosas líneas entrecruzadas definían cada despiece: el tablero de madera, las cerchas principales, las correas también roblonadas, los cabios. El intradós de la cubierta seguía siendo real porque yo lo había reflejado. También me emocionaron las lámparas originales y los recuperados montacargas en el espacio anexo. Todo estaba en perfecto estado de revista. Para concluir entramos en la torre de levante. No se había actuado dentro pero contemplar los viejos andenes desde su altura lo compensaba de sobra.

Salimos, nos despedimos los tres.

Lo decidí entonces, por prolongar la alegría, por comerla a bocados, por digerirla: regresaría a pie hasta el centro. Caminé a buen ritmo sin percibir la cuesta de san Vicente. Me crucé con algunos vecinos; cubiertos con mascarillas, marchaban hacia abajo.

Sentía que se me había concedido un premio inmenso, no de consolación por mucho que me aportara consuelo. Era mucho más. No creía merecerlo.

Paso a paso, interiorizaba las sensaciones que me acompañaban esa mañana, las que se remontaban a unos meses, las de tantos años. Encontraba sentidos, cerraba círculos, restañaba heridas.

La plaza de España estaba en obras. Una luz pesante, uniforme, bañaba la Gran Vía y desdibujaba sus molduras. No importaba.

Llevaba asida una alegría que me reconciliaba con esta ciudad, tantas veces cruel.

Me reconciliaba con los polos de mi pasado, con el confuso presente, con mi puta historia.

(¿Cómo lo había expresado antes, frente al banco del jardín?)

Aceptar la metáfora, las prohibiciones, las ausencias y los parches era aceptarlo todo, añadirlo a mi patrimonio.

1 comentario:

  1. Jo, éste me ha encantado,pero mucho, mucho. No soy bueno escribiendo alabanzas y se merece muchas. He leído cosas publicadas, de autores conocidos que ni se acercan. En verdad, me ha impresionado. Mis felicitaciones. Agüelo Odiseo.

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