Dicen los
del autoengaño que el universo recompensa tus bondades. Es mucho mejor el azar,
que añade a estos méritos todo cuanto hayas hecho mal.
En un tiempo cercano que la pandemia había alejado, volví a los paisajes en
que me refugiaba durante los años más crudos de mi carrera. Pensaba
reencontrarme con las ausencias emocionales de entonces, con la sensación de
seguir solo y varado. Pero recorrerlos de la manera en que lo hice me convenció
de que no estaban vacíos, de que podía llenarlos. Cubrí el horizonte de las
Vistillas con una intuición de mar, la plaza de la Paja con multiplicado
afecto, superé el inofensivo Viaducto tan tentador otrora, de lejos saludé el
Teatro Real y el Palacio Homónimo. Por fin desembarqué en el Campo del Moro.
Era tiempo de otras flores, la rosaleda circular se adornaba con pétalos secos.
Lo compensaron las amplias sendas de tierra, los caminos menores, la sombra de
los grandes árboles, su murmullo y su abrazo. Sentí todo tan hermoso que hasta
me planteé un selfi, antes de salir, desde las alturas de la entrada. No pude por mi
repulsión al instagramismo. Muy mala decisión: hoy echo de menos esa foto.
Después de la COVID, por motivos profesionales, volví a meterme en el mismo
jardín. Con más trabajadores que visitantes, nuestra enfermedad le había sido
del todo indiferente. Seguían las mismas especies cuyos nombres desconozco, la
abrumadora perspectiva central hacia el basamento del Palacio, la fuente
central que vi sin agua. No se habían borrado, claro, las largas veredas que
extienden sus onduladas redes bajo el sol y la sombra. Apenas unos simbólicos
bancos dispuestos patas arriba atestiguaban la crisis. Y unas cintas de
plástico con el indicativo “Patrimonio Nacional” que cruzaban algún sendero.
Como el que seguí la otra vez, ese que desembocaba en un banco de piedra
también vetado. El cartón de “Prohibido sentarse” estaba impreso en gruesas mayúsculas
de color verde y bien adherido; su rugosa superficie daba fe de cuanto había
llovido desde entonces. Me pareció una metáfora perfecta para cerrar esta
segunda visita, añadiéndola a mi patrimonio.
No anduve el camino que desciende próximo a la Cuesta de san Vicente, tenía
prisa ya. Enfrente aguardaba, para un reportaje sobre su rehabilitación, la
estación del Norte. Así la llamo porque no puedo imaginar ningún príncipe que
sea pío. Desde que dibujara su interior, en bocetos para Análisis de
Formas, la sentía como mía. Mediante el bolígrafo negro y los rotuladores
secos me había adueñado de sus espacios, sus vías muertas, las discretas
cerchas, los tragaluces en las cubiertas, el vejado vestíbulo superior. Las
perspectivas traslucían un tufillo a soledad y a fuga. He llegado a considerar
uno de esos dibujos como el más triste que jamás haya hecho, otro puede recibir
el título del “más minucioso ever”. Pensé en aprovecharlos para un cómic
titulado “Vidas planas”, como alusión a personajes que imitan los del cine.
(En sus viñetas quería soterrar mi dolor por el proyecto noventero que reventó mi espacio: los agujeros internos del metro y el tejado exterior a dos aguas, de menor pendiente, que rompía las antiguas proporciones. Para más inri, el proyecto del Pasillo Verde se materializó como Tapón de Ladrillo sobre sus vías.)
Mi afecto por la estación se completó cuando alquilé un piso justo encima.
Fue un curso inolvidable, tanto como la terraza que sobrevolaba sus andenes. En
primavera casi viví en ella: estudiaba apoyando mis pies en el peto, allí desayunaba
o tomaba infusiones después de cenar. Nunca he hecho tantas fotos como a los
atardeceres naranjas sobre la Casa de Campo. A la felicidad de entonces solo la
roía una pega: Lo inaccesible de las torres en las esquinas, el abandono que
traslucían sus ventanales, las cúpulas ajadas.
El fotógrafo me estaba esperando. Cuando la aparejadora que nos guiaba
abrió la puerta a la torre de levante, casi colapso. Rehabilitadas fachadas y cubiertas,
del interior solo se habían recuperado las escaleras y el ascensor original. No
me importó. Visitamos sus plantas y hablamos del uso al que se destinaban, de
las técnicas usadas para reforzar sus estructuras, del tratamiento de algunas
carpinterías. Me maravillaba enfrentar las ventanas desde dentro, contemplar el
espeso fondo vegetal del Campo del Moro. Sin la presencia ajena, me hubiese
echado a llorar tras las gafas y la mascarilla. Llegamos al nivel situado bajo
la cúpula, que mostraba huellas de su okupación. Pudimos salir al exterior y
circundar la columnata: el fotógrafo se empachó con vistas; yo, frente a la
terraza que habité una vez, con nostalgias cumplidas.
El siguiente ámbito no fue menos emotivo. Una actuación reversible había
convertido en teatro la parte central del vestíbulo. Alcé los ojos, reconocí mi
dibujo con alegría. Ahí seguía lo mejor de mi habilidad juvenil, las minuciosas
líneas entrecruzadas definían cada despiece: el tablero de madera, las cerchas
principales, las correas también roblonadas, los cabios. El intradós de la
cubierta seguía siendo real porque yo lo había reflejado. También me
emocionaron las lámparas originales y los recuperados montacargas en el espacio
anexo. Todo estaba en perfecto estado de revista. Para concluir entramos en la
torre de levante. No se había actuado dentro pero contemplar los viejos andenes
desde su altura lo compensaba de sobra.
Salimos, nos despedimos los tres.
Lo decidí entonces, por prolongar la alegría, por comerla a bocados, por
digerirla: regresaría a pie hasta el centro. Caminé a buen ritmo sin percibir
la cuesta de san Vicente. Me crucé con algunos vecinos; cubiertos con
mascarillas, marchaban hacia abajo.
Sentía que se me había concedido un premio inmenso, no de consolación por
mucho que me aportara consuelo. Era mucho más. No creía merecerlo.
Paso a paso, interiorizaba las sensaciones que me acompañaban esa mañana,
las que se remontaban a unos meses, las de tantos años. Encontraba sentidos,
cerraba círculos, restañaba heridas.
La plaza de España estaba en obras. Una luz pesante, uniforme, bañaba la
Gran Vía y desdibujaba sus molduras. No importaba.
Llevaba asida una alegría que me reconciliaba con esta ciudad, tantas veces
cruel.
Me reconciliaba con los polos de mi pasado, con el confuso presente, con mi
puta historia.
(¿Cómo lo había expresado antes, frente al banco del jardín?)
Aceptar la metáfora, las prohibiciones, las ausencias y los parches era
aceptarlo todo, añadirlo a mi patrimonio.
Jo, éste me ha encantado,pero mucho, mucho. No soy bueno escribiendo alabanzas y se merece muchas. He leído cosas publicadas, de autores conocidos que ni se acercan. En verdad, me ha impresionado. Mis felicitaciones. Agüelo Odiseo.
ResponderEliminar