martes, 3 de diciembre de 2019

El día en que el mundo se vino abajo

Mohamed Atta y Marwan Al-Shehhi dejan un coche alquilado en el aparcamiento del aeropuerto Logan, en Boston, el miércoles pasado. Dentro, entre otros objetos, queda una maleta con un uniforme de aerolíneas y una carta de despedida; también manuales de vuelo en árabe. Tienen 33 y 23 años respectivamente y se conocen desde hace tiempo.

En julio de 2000 acudieron a la escuela Huffman Aviation Inc. de Florida para superar los exámenes de piloto de la Administración Federal de Aviación (FAA) en noviembre. Además están matriculados en la Universidad Técnica Hartburg en Hamburgo (Alemania). Hacia esta ciudad habían viajado en enero, con sus pasaportes de Emiratos Árabes, pero regresan a Estados Unidos en mayo.

En Boston, Atta toma el vuelo 11 de American Airlines y Al-Shehhi, el 175 de United Airlines. Son dos compañías diferentes con el mismo destino: Los Ángeles. Ellos y sendos grupos de cuatro viajeros saben que acabaran en Nueva York. Al poco de los despegues (sobre las 8:00 hora local y 14:00 en España) se hacen con los mandos. Para sacar al piloto de la cabina, uno de los grupos mata a las azafatas. Llevan armas blancas, más fáciles de camuflar

También son secuestrados otros dos vuelos: el 77 de American Airlines, de Dulles (Virginia) a Los Ángeles y el 93 de United Airlines desde Newark (New Jersey) a San Francisco. Hay, en total ,19 asesinos incontrolados en el aire estadounidense con cuatro armas cargadas de inocentes.

El Boeing 767 de American Airlines sobrevuela la cuadrícula de Nueva York. A las 8:45 horas, Atta lo estrella contra los pisos 90 a 94 de la torre norte del World Trade Center. Mata a sus 92 ocupantes y a un número indeterminado de oficinistas. Los afortunados empieza la evacuación. Aún creen que se trata de un accidente. Tiran zapatos, bolsos y lo que les molesta para huir escaleras abajo. Arriba, el incendio causado por la colisión afecta ya a las 30 últimas plantas. La televisión transmite en directo la tragedia.

18 minutos después del impacto, Al-Shehhi contempla el horror con sus propios ojos. No se detiene. Las plantas 73 a 77 de la torre sur se tragan los 48 metros de envergadura del 767 de Boston durante décimas de segundo. Luego, escupen el fuego de la explosión en todas las direcciones. Ese horno consume los 65 viajeros del vuelo 175 de United Airlines. Como un eco, se repiten los gritos, las carreras, las muertes de su rascacielos gemelo. Ya no hay dudas: es un monstruoso atentado.

“Dos objetivos han sido alcanzados”. Los servicios de seguridad estadounidense interceptan dos llamadas telefónicas de miembros de Muyahidín Jalq [los Combatientes del Pueblo], organización que comanda el terrorista Saudí Osama Bin Laden.

El presidente George W. Bush está en la escuela Emma Booker en Sarasota (Florida) cuando el oído le comunican los acontecimientos. Los define como “una tragedia nacional” en la alocución que graba para el país antes de subir al Air Force One. Aunque se dirigía a Washington, el avión presidencial desvía su rumbo.

También el jurista Ted Olson recibe un mensaje. Es de su esposa, Barbara, que le llama con el móvil desde la parte trasera de un Boeing 757. Unos hombres con cuchillos lo han secuestrado, pregunta qué puede hacer. Este vuelo, el 77 de American Airlines, cae sobre el Pentágono. Se acababa de cerrar el espacio aéreo de Estados Unidos y Washington decreta la alerta Delta: la Casablanca y los principales edificios oficiales son evacuados. La cadena de cierre alcanza, en Bruselas, la sede de la OTAN.

En Nueva York, dentro de las torres, personas acorraladas por el fuego se apiñan contra las ventanas. El humo impide que los helicópteros los rescaten. Algunos tienen tiempo de despedirse de sus seres queridos por teléfono. Un testigo definió lo que sucede luego: “Llovieron hombres”. Una pareja se arroja de la mano. Son las 10:05 cuando la torre sur, la segunda en recibir el choque de los aviones, se derrumba.

Cinco minutos después, el 757 de New Jersey se estrella en una zona deshabitada de Pensilvania. Algunos de sus 45 pasajeros conocían, por los dispositivos móviles, los otros secuestros. Algunos lucharon contra los terroristas.

A las 10:28 cae la segunda torre. Cinco bomberos corren a refugiarse en el interior de un vehículo que sepultan los cascotes. Otros 200 compañeros, junto a 78 policías que ayudaban en el desalojo del World Trade Center, se cuentan entre las posibles víctimas. Un espeso humo recorre Manhattan. Cubre las ropas, dificulta la respiración y se come la luz. La nube es visible desde el espacio, a miles de kilómetros.

Wall Street cancela la apertura de la bolsa. Las reacciones internacionales de condena (como la de la Unión Europea) se encadenan con comunicados de grupos más o menos pintorescos. Arafat, el presidente palestino, dona sangre para las víctimas en Gaza. La Reserva Federal se prepara para abastecer los bancos. Las bolsas europeas caen entre un 5% y un 10%. El precio del petróleo sube.

El alcalde de Nueva York, Rudolph Giuliani, pide a la población que evacúe el sur de Manhattan. Sólo se oyen las sirenas. Bush emite un nuevo comunicado desde la base aérea de Barksdale (Luisiana). Luego parte hacia la de Offutt (Nebraska), donde se encuentra el Mando Estratégico de Estados Unidos. Allí se reúne con sus asesores de seguridad.

Aznar suspende su gira por los países bálticos para incorporarse al gabinete de crisis, con los ministros de Defensa, Asuntos Exteriores, Interior y el portavoz del Gobierno.

El fuego hunde un edificio próximo a las Torres Gemelas.

Estados Unidos se merecía el ataque “por sus crímenes” anuncia la televisión de Irak. Todos miran Afganistán, donde el Gobierno de los talibán refugia a quien ya se considera el máximo sospechoso: Bin Laden. La capital Kabul es atacada con misiles en plena noche. Washington desmiente la autoría, que atribuye a la oposición al régimen. A las 20:30 Bush habla desde Washington: No hará distinciones entre los terroristas y quienes les cobijan.

El miércoles 12 los periódicos estadounidenses hablan de infamia. En Nueva York, la luz ha cambiado. “Es más gris, de un gris metálico”, la describe el escritor Antonio Muñoz Molina en El País. Muchos niños siguen esperando las guarderías que los recojan sus padres. Los ferries trasladan miles de restos humanos, a través del río Hudson, hasta el Military Ocean Terminal en Nueva Jersey, habilitado como tanatorio.

Nueve policías y bomberos son hallados vivos, gracias a las llamadas de sus teléfonos móviles. Una de bolsa de aire entre los restos del derrumbe les permitió respirar. La Cruz Roja pide sangre y dinero para atender a los heridos. Los hospitales atienden a unas 1.400 personas, la mayoría con quemaduras. Los familiares recorren los centros con fotos de sus seres queridos, en su busca.

Bush, con un nuevo discurso, califica el monstruoso atentado como “un acto de guerra”. La OTAN se plantea una intervención conjunta de todos los aliados. Los talibán piden a Estados Unidos que no les cause “más miseria”.

Hasta el día 13, no se difunden las cifras oficiales de víctimas. En Nueva York se cuentan 4.763 desaparecidos, incluidos nueve españoles. En el Pentágono fallecieron unas 125 personas. Y hay que sumar las 266 de los aviones secuestrados. El alcalde pide 30.000 bolsas para cadáveres. Pero hay datos para la esperanza: salen con vida de los escombros cinco bomberos que se resguardaron en un vehículo. “Excavamos con las manos”, dice la brigada. El presidente llora ante las cámaras. El secretario de Estado, Colin Powell, señala por primera vez a Bin Laden. En Afganistán, la población abandona en masa la capital, detrás de la mayoría de los diplomáticos occidentales.

El Congreso autoriza a Bush, el viernes 14, a declarar la guerra. El Senado aprueba una partida de unos 7,2 millones de pesetas para la crisis. Es el doble de lo que había pedido el presidente. Defensa moviliza 35.000 reservistas.

1 comentario:

  1. Es la copia de un artículo publicado el 16/09/2001 en diversos periódicos regionales aunque redactado en Madrid. Me llevó parte de una tarde y, ya en casa, alcanzar la madrugada. No recuerdo si lo llevé a la Redacción en un pendrive o lo envié por correo electrónico.
    Tendría que revisar quién tiene sus derechos hoy pero alego como roma defensa que mi salario era una visionaria anticipación de los que nos dejó la crisis y sus gestores.

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