Mientras aguarda en un corredor de un hospital, Enrique recuerda su larga espera en el pasillo del colegio.
Era más ancho y alto, más vacío y más acogedor. Por los cristales poco limpios, llenos de huellas, el sol entraba a espuertas. Esos ventanales de madera pintada de blanco quedaban frente a Quique, por detrás corría otra pared de ocre gotelé, salpicada por las puertas de las aulas. En los bancos de madera de pino cabían cinco o seis niños apretados. Los suelos de terrazo resistían cualquier embestida y castigaban las caídas infantiles con aparatosos chichones. Estaba solo como ahora, pero solo entonces le esperaba don Tomás al otro lado de la puerta.
A la vida de Enrique han llegado personas. Otras se han ido. Y algunas quedaron en una situación indefinida. Entre todas, guarda un cariño especial al profesor.
Trataba a Quique con deferencia, lo estimaba y animaba. Era severo, exigía a la clase de 42 infantes un respeto y una disciplina que terminaba imponiendo con lanzamientos de tiza e, incluso, del borrador de madera. Su puntería, todo hay que decirlo, pecaba de deficiente. Clasificaba a los niños con una graduación acorde a sus méritos escolares: el sargento Pedroche, el general Saturnino; hasta nombró un jefe del Alto Estado Mayor. Ahí se reflejaba la educación militar de Academia que don Tomás no pudo completar.
Mira la hora en el móvil. Enrique ya no tiene siete años, la imaginación no consigue hacerle más leve la espera. Los asuntos de adulto son más graves, dice en voz alta, pero se sienten con menos intensidad. Una mala nota, las carreras en el recreo o el frío de un helado no se viven a vida o muerte. Aunque los adultos mueran de verdad.
Con toda su rigidez, don Tomás dejaba jugar a su regimiento, convertía la clase en un silencioso caos donde cualquier cosa acontecía. Algunos niños malvivían incómodos, faltos de asideros. Los más cuadriculados, los del cuaderno de doble línea, erraban perdidos. No comprendían que el profesor empezase una clase de matemáticas y la convirtiera en lección de historia, que partiendo de un problema con cocientes terminara explicándoles, con pelos, dibujos y señales los movimientos de la artillería, de las divisiones rivales en la batalla de Waterloo.
Una larga lucha, murmura Enrique, menuda gilipollez: las enfermedades no se enfrentan, se padecen. No entiende esa expresión. No entiende para qué tanto crecer si ante las situaciones difíciles solo cabe evadirse.
Aún retiene el nombre de generales en el combate, no solo Napoleón y Wellington, también los Grouchy, Ney o Von Blücher, escritos con mayúsculas en la pizarra. Recuerda la caballería polaca, los infantes prusianos; los bosques, puentes y granjas del entorno, el relieve tan vívido; las flechas de colores con avances y retrocesos, los diagramas de Venn para las distintas tropas, sus estrategias. Recuerda el bramido de cañones, los gritos a degüello, los cascos de los caballos. La maravilla de un relato contado con pasión y un derroche de tizas de colores. Pocos momentos mágicos adornan una vida, se cuentan con los dedos de una mano mutilada. En los gráficos y dibujos Quique reconoció lo excepcional.
El médico se acerca por fin. Su bata es verde. Eran blancas entonces, como las de los profesores. Ahora todos ocultan su rostro. Bajo la mascarilla, mueve los labios. Cuenta cosas que Enrique no comprende. Emplea términos complejos. No utiliza tizas de colores, ni flechas, ni diagramas, no menciona nombres míticos, no modula la voz. No transforma la realidad en un relato. El mensaje le es ajeno. Termina el doctor su explicación. Advierte el desconcierto de Quique. Le pide que se siente, le ofrece un vaso de agua. Inicia el movimiento de posar una mano sobre su hombro. Se contiene, claro, acercarse está del todo prohibido con la pandemia. “No hay ninguna posibilidad de que sobreviva. Si quiere, puede entrar a verla”. Ahora sí lo entiende.
No era ya Quique cuando don Tomás murió. Estaba lejos, estudiaba en la capital una carrera cuesta arriba. Un conocido le dio la noticia con desgana, Enrique la recibió con pereza. Se sabía muy lejos de la infancia, ya no sentía lo que sintiera entonces. Los monótonos ahogos reemplazaban las aventuras donde todo era a vida o muerte. No fue al entierro ni al funeral.
Lleva un rato con la cabeza gacha. Vuelve a mirar el móvil. Recuerda haber visto cómo la espalda del doctor se alejaba casi a cámara lenta, en una perspectiva forzada. Siguiendo su consejo, ha permanecido sentado, allí, en ese banco de plástico y tubos donde nadie puede acompañarle. Han pasado enfermeros, pacientes, limpiadores, celadoras, todos y nadie. Ve puertas con cercos color Prusia a ambos lados del pasillo. Arriba, plafones cuadrados que encajan en el falso techo. Un gastado linóleo azul gris con grano negro recorre el suelo; sobre él han pegado unas líneas de colores que señalan varios caminos. Enrique no consigue reaccionar a la invitación. “Si quiere, puede entrar a verla”.
Le debe una flor al nicho de su maestro. Don Tomás no tenía hijos. Cuando su esposa falleció, tuvo que encajarlo según exigían las virtudes marciales. Tras el entierro llegó la larga noche, que pasó en vela. “¿Cómo podía dejarla allí sola, en el cementerio, entre las alimañas del campo?”. Al día siguiente estaba en el colegio de nuevo. Interpretaba batallas para los cambiantes alumnos, confundiéndoles historia con matemáticas, magia con precisión.
Enrique se siente Quique otra vez. Descubre con asombro que cuando vivió el sol de aquel pasillo fue porque lo habían echado de clase. Sí, se da cuenta y sonríe. Don Tomás había sido tan amable que el castigo pareció un privilegio, un regalo de libertad. Recuerda ahora que le dijo: “Venga, Quique, ya vale. Ve a los aseos, bebe un poco de agua. Y cuando quieras, cuando te hayas tranquilizado, vuelves a entrar”. Eso hizo cuando se cansó de la situación.
Enrique se levanta y camina hacia la puerta.