Gracias a Rania, redescubrí la suerte de haber tenido padres como los míos, como los que ella disfrutaba en un escalón superior. Pudimos dedicarnos a los estudios sin trabajar y derrochar después el tiempo en una actividad intelectual. Ese no fue el único paralelismo que deduje para sentirla cerca.
En estos casos, dicen los expertos en redes, el enamoramiento acecha. Yo estaba armado con un arsenal de excusas: primero fue demasiado joven, luego demasiado guapa. Para seguir defendiéndome, inventé que era bajita. Me dio con su 1'75 en las narices y ya no supe qué disculpa poner. Ay.
Además de la estabilidad, los afanes y la estatura, nos unían algunos gustos, ya lo he escrito antes. ¿Los más importantes? El teatro (era materia de su tesis, era mi forma de enfrentar la vida) y la creencia en una Edad de Oro (materia de su tesis, mi forma de enfrentar el futuro).
Mi devenir seguía varado en una placidez lechosa (blanco y en botella andaba) cuando me alteró uno de sus tuits. ¡Rania iba a defender la tesis ante el tribunal! Revisé las fechas, alarmado: habían transcurrido dos años, dos años ya. Tiempo insuficiente para que yo pergeñara un primer borrador de mi novela pero que ella había aprovechado para completar su labor.
En el mar de mi incomodidad, encontré una isla donde evitar ahogos. Al solidificar Rania su empeño, el de la imprenta pareció decepcionarse de que tantas páginas no conformaran una novela. Lo contó con ironía ella en un tuit que tengo guardado. Indiferente a la miseria que me cegaba, en su anécdota hallé un consuelo de topo: era tan superior mi actividad, que justificaba todo el retraso.
Pero no hay relato de navidad sin justicia poética: Al poco de doctorarse, Rania escribió un hermoso artículo en una revista. Como era joven y barroca, valga la redundancia, quiso poner en él todas sus ideas y todas las palabras existentes. Cada párrafo era un fárrago. O eso opina mi subterráneo rencor.