Es tan grande el hangar que dentro se forman nubes de vapor. Fuera, ya no. Un Gerundio Carballar minúsculo, vestido con mono grana y casco de oro, con botas, admira la estructura que sustenta la cubierta opaca. Entre la alta niebla, a más de 45 metros del suelo, apenas atisba las cerchas de acero que salvan 115 metros de luz. Se repiten en tramos regulares hasta lo que Gerun considera el infinito.
No ve los soportes roblonados. Quedan tras el acabado de las paredes, unas hueveras con globos adheridos de distintos diámetros. Otros, los más grandes, penden de la estructura. Oscilan entre los diez y los 25 metros. Estas tecnoesferas de fuerza parecen distribuirse aleatoriamente pero responden a unas excelsas coordenadas de filas y columnas. En el interior guardan 3.912 diferentes modelos de avión, más o menos. Deberían mostrarse impolutos pero la suciedad ambiente (con humo, corrosión y arena) traspasa cualquier protección. Descarta el Mig-19, el Spitfire y el Blackbird de los X-Men.
Su favorito, recuerda Gerundio, era el Fokker Dr. I, el del afamado piloto Hugo Von Hofmannsthal. Mide 5,77 m de largo, 7,20 de envergadura y 2,90 de alto.
Cuenta los 32 pasos con los que se planta ante la abigarrada columna del triplano rojo. Está en la tercera fila. Sabe su ubicación de memoria y su código: FreQ1982 DRO-020. Ya no puede arrepentirse. La máquina no tiene palabra de seguridad. Teclea el selector y un brazo articulado de aluminio lo captura con su mecanismo de neopreno magnético. El dios Gancho ha hablado, decían en la antigua peli de dibujos animados. La grúa-puente de la que pende lo lleva en volandas hacia la salida. Detrás, Servando desanda silbando el camino de inicio. El suelo conserva manchas de diez combustibles, las rodadas de mil neumáticos y hay varias juntas de dilatación reventadas, al menos cien.
Sólo ante la puerta, el gancho lo deposita en el suelo. Ser, así le gusta a Servando que le llamen, atraviesa la tecnoesfera sintiendo unas leves cosquillas, gracias al clásico chisporroteo. Fuera queda lo sucio, lo más sucio.
Sube con dificultad a la segunda ala, pocos trotes le quedan, 63 cumple hoy. Coloca en el salpicadero las dos fotos de sus críos agrupadas en una regleta bajo la leyenda «No corras mucho, papá». Sonríe de puro recuerdo. Ella, la madre, bromeaba siempre con poner una casette de Camela durante los viajes interestelares. Biela amaba el Fokker; con él hacía honor a su apellido Speedo. Era gentil y revolucionaria. De belleza estandarizada y pechos picudos bajo el cuero. Olía a madreselva con benzol.
Servando enjuga las lágrimas, se ajusta las gafas de entonces y acciona el mando a distancia de plástico. Por dos veces. «Habrá que cambiarle las pilas», musita con pereza. Se va abriendo el gran portón con ese viejo mecanismo neumático que parece suspirar, que estornuda cuando anda estropeado.
Pone en marcha el motor diésel del avión. Los brazos de la hélice se convierten en un círculo fantasma, una rueca veloz de Velázquez. Las ruedas también giran y, aunque no toquen el suelo, aunque la tecnoesfera parezca inmutable, el triplano se mueve.
«Galileo vive, la lucha sigue». Carballar nunca olvida ese grafiti de la Escuela Europea de Pilotos.
Tararea una de Machín mientras recorre con traqueteo equino la pista de despegue. A ambos lados, las farolas de luz mortecina tienen las lámparas rotas al tresbolillo. Se curvan las líneas del horizonte, reparten en olas los brillos del crepúsculo, imitando la cara gaseosa de Júpiter. Cada vez más rápido, Ser inicia la ascensión. Cada vez más vertical. Inquebrantable.
Deja atrás todos los desiertos, atraviesa la atmósfera enfurecida y en un pispás entra en el espacio exterior.
La paz le dura diez segundos.
Comprueba los sensores, las llaves y la navegación. Ha programado un viaje hasta Betelgeuse. «Donde yo no llegué», diría Biela con voz robotizada. Servando se estira tras ceder el control manual.
Cree que la gigantesca nube de polvo estelar le dará problemas en algún lugar de Orión.
Siempre que vuela atraviesa la misma tormenta que mató a Speedo.
Da igual. Gerundio aprovecha para dormir los años luz que tarde en llegar a la mítica constelación.
El despertador de a bordo le avisa con mucho retraso. Ya la tiene delante. Betelgeuse. Más que grande es supergigante. Entre mil astros reconocería el color de la estrella que lo carboniza.
—Eligió la muerte Selector de Frecuencias. Sus cenizas, gracias.
La tragaperras parlante está en el bar, detrás de Rick Freire. Se vuelve, coge el paquete y lo arroja a la escupidera. Podría ser otra, cualquiera; hay una máquina similar en cada esquina de Albacity. «Esta máquina es perjudicial para la salud», reza uno de los laterales. Perjudicial para la salud, repite Rick. Claro, como la vida. Es una dispensadora de eutanasia más bien barata. Las versiones de lujo no condensan tantos fallos en su guión. Son más creíbles las historias, las anestesias que coronan la realidad virtual con una muerte real.
Vivir en este podrido planeta el año 37 dCC es tan inhumano que. Alguien interrumpe los pensamientos de Rick.
—Yo quiero algo menos épico, más de andar por casa, pide otro parroquiano a la jukash-box.
—Le recomendamos Escuela de Calor.
—Radio Futura, me gusta.
—Son cincuenta machacantes, exige el trasto con voz melosa.
El viejo se conecta al frontal por dos sondas: una va al cerebro y otra al corazón. Teclea el código. Ya no puede arrepentirse. La máquina no tiene palabra de seguridad.