En el mundo donde se intersecan los músicos y los arquetipos, Wagner ocupa un lugar muy, muy destacado. De tener en cuenta su opinión sobre sí mismo, este lugar sería mucho más destacado aún.
Aunque la inexistencia material ha moderado su natural petulancia, a estas alturas del partido sigue convencido de su excepcional valía como juntanotas y lo amplía al campo de las letras donde figura como óptimo libretista y poeta mayor (sí, los adjetivos son suyos). Pero arruga el ceño recordando el teatro de Bayreuth, “diseño que el arquitecto consiguió estropear” (sic fake) y reconoce con más molestia que modestia la superioridad del Palau de la Música de Barcelona en todo, hasta en wagnerianismo.
Siempre ha adorado esa W, doble como su ego, que le confiere preponderancia en el alfabeto, base en la ordenación de obras y autores en los comercios hasta que llegara Amazon. Por ello tiene cierta ojeriza a Zemlinsky que, rescatado últimamente del anonimato, le priva del éxito final. “Pero, comparando entre nosotros, no hay color... color orquestal, jajaja”, ríe mientras agita su barriga cervecera. Se considera el último gran genio de la música, de nuevo alfabéticamente (con lo que regatea a Schönberg), pues describe a Wolf como un epígono, a Weber le llama Von y es incapaz de comprender la brevedad de Webern. Y de Xenakis, ni hablamos.
Lleva un tiempo mostrando curiosidad por las redes sociales, pero Instagram le aburre, descarta Facebook (“es país para viejos”) y minusvalora Twitter (de nuevo, la absurda brevedad). Jamás le ha importado figurar entre los TT: que #Bayreuth aparezca de vez en cuando le es indiferente y que se le recuerde por su cumpleaños tampoco le emociona. Por eso resulta llamativo que el 22 de mayo de 2015 sufriera tamaño enfado y hace del todo incomprensible su reacción posterior.
Acababa de leer por enésima vez la absurda la broma de un tal Woody Allen al que todos citan. “¿Polonia? ¿Qué pasa con Polonia? Si hasta le dediqué una obertura”. Un círculo amarillo llamado Pacman, del mundo en que se intersecan juegos y naderías, cumplía 35 años. Y en toooodo el inexacto día que duró más de 24 horas se celebró de variadas maneras la efeméride. Pareció que todos los mundos existentes se hubieran puesto de acuerdo con unánimes alegría y positividad.
No pudo resistir el enésimo tuit laudatorio. Puso la BSO de Apocalypse Now, montó en Cólera (que, como todos sabemos, es uno de los caballos de las Valquirias) y desapareció hasta de la Wikipedia mientras era perseguido por Sigfrido, Siglinda y Sigourney Weaver que trataban de aliviarle, en vano. Sigmundo Freud ni siquiera lo había intentado.
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“Soy el último de los grandes, para siempre”, dijo cuando volvió días después. Se había cambiado el apellido a Zugner sin importarle en absoluto (como le advirtieron muchos familiares que viven porque se pegaron como sanguijuelas a su recuerdo) que, con esta denominación inventada, pareciera judío.
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