martes, 21 de septiembre de 2021

1883, septiembre, tres

  

Sabe Iván que va a morir. Sabe más por viejo que por sabio, por viajes que por diablo. Desconfía de los epitafios ajenos: quiere irse con un relato original. Lo titula, poco original, Un fin.

 

Está agotado de tanta enfermedad sucesiva, casi acogotado. Para despedirse, descarta su idioma natal. Prevé la demora del paladeo, el calibrado y pesaje de cada palabra, la obsesión por los engranajes del fraseo, el empeño en lo sutil. No es útil para esta urgencia elegir el ruso. Siente en la mano el peso de su reloj de bolsillo y de cuerda.

 

Acuerda con la amanuense amada que dictará cada porción, mínima o máxima, en la lengua que le salga de la boca: francés, español, inglés o alemán o italiano, alguna brotará en ruso. Son lenguas que ella también vive y canta. Pauline fijará el largo trabalenguas en el primer idioma, el del país en que ahora viven, en donde tanto han vivido.

 

Mientras construye el relato en voz tenue, mira Iván los muros de su dacha importada, impostada. Están cubiertos de recuerdos sinceros y de alusiones. Las cristaleras recrean escenas de su mejor obra, los brocados y cortinas hablan de su filiación burguesa, tanto como los muebles pesados que no lastraron sus recorridos por Europa. Deberían oler a carbonilla todos esos objetos queridos. ¿Para qué tantos cojines, tantos cajones? Alguno contiene la estrella que ella le dibujó, el triángulo inapelable al que Iván se debía ceñir. Sin ser justo, era necesario y él aceptó la heterodoxia.

 

Hace más de tres meses pidió que lo trajeran aquí para morir, desde París a Bougival. Su gran amigo salió a despedirle. ¡Tanto tiempo, tantos viajes, tanto compartido! Vivían juntos en la capital, los tres: Louis, Iván y Pauline. Tres adultos, más el servicio y los niños que escapaban a sus edades menudas. Menuda escena: Louis en silla de ruedas, Iván en camilla. Qué abrazo tan difícil: de sentirlo, de sentido y de ejecución. Era, fue la última vez.

 

Una semana después Louis falleció. A su lado seguía su esposa Pauline. Iván lo averiguó en la distancia porque sabe leer las atmósferas y las huellas de los tránsitos sobre la tierra. También sabe cómo escribirlas, describirlas. Empezó su último relato pasadas unas semanas, pasados dos meses. Hoy termina el lento dictado, comienza la corrección. La escucha leer con ese acento tan educado para la belleza y la música, cierra los ojos para sentir la cadencia de significantes y significados.

 

Mastica algunas frases en francés. Son apropiadas. Saltan algunos gazapos y los caza, como cuando salía a las estepas de amanecida, con su escopeta y su perro. Otra vez. Pide Turguénev que madame Viardot relea, otra vez, esas palabras que su imaginación impregna con fragmentos de vida. Es la revisión final.

 

Se siente satisfecho: Ha abierto todo un continente a los notables de su país, a los creadores que le tachaban de europeísta. Más emocionante aun: su ficción redimió la vida de millones de siervos rusos.

Está herido aún: Su realidad no ha vivido una vida única, propia, sino de siervo. Ha compartido todo con monsieur Viardot, a sus espaldas; siente que nada es del todo suyo.

 

Entre el duelo y revuelo de los suyos, al lado de Pauline y de sus hijos, morirá dos semanas después. Otro golpe mortal para ella, que sabe sobrevivir. Iván cerrará los ojos sin saber el largo periplo de regreso que aguarda a su cadáver, a vueltas con los temores del zar y la devoción del pueblo. Volverá a su patria como siempre ha vivido: viajando en tren.

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