En los años cincuenta, la arquitectura española abandona el vacío academicismo oficial y redescubre la modernidad con un puñado de obras maestras
Los cincuenta son los años del rock'n roll, el Sputnik, la Vespa, la televisión, Lolita, la ópera de Sydney o Brasilia. Para los mitómanos, la muerte de megaestrellas como James Dean, Humphrey Bogart o Billy Holliday resume la década; pero, aquí y entonces, a casi nadie le importa: estamos en la posguerra. España, con las orejeras de la dictadura, sigue siendo dos, y una vive en el exilio: Juan Ramón Jiménez que recibe el Nobel (1956), Buñuel, Picasso, Roberto Gerhard, Pau Casals, Sert... todas las artes tienen un destacado representante español fuera de nuestras fronteras.
Sin embargo, el régimen sale de su aislamiento: la ONU suspende el bloqueo internacional y los cincuenta se cierran con el abrazo de Eisenhower a Franco en Torrejón. El desierto que Carmen Laforet reflejó en su novela Nada (1944) comienza a cobrar vida. En el arte, un buen ejemplo es la arquitectura, que prolonga sus logros en la década siguiente. La estética del imperio hacia Dios (y más allá), con la construcción de cojos Escoriales, va cediendo, bajo influencias italianas y de los maestros nórdicos, a la Arquitectura Moderna que ya había germinado durante la República. Un puñado de obras maestras hacen olvidar los destinos universales y los desatinos neoherrerianos; sus autores son arquitectos a quienes la Guerra Civil se les coló en el currículo.
"No hago arquitectura, construyo casas", esta sentencia del barcelonés José Antonio Coderch resume su carácter, su fuerte sentido crítico, su oposición a dogmas y teorías (vinieran del régimen o de la moda). También define su objetivo: crear un lugar digno de ser habitado. En el barrio de la Barceloneta, junto al Port Veil de su ciudad, dando al mar, construye un bloque de viviendas; enfrente queda ahora un edificio mimético que consigue, más que un homenaje o un pasar desapercibido, resaltar los valores del original: abstracto, proporcionado, aristocrático. Ese desdén que el viejo bloque parece sentir por su imitador, lo extiende a la calle. La barrera impuesta por las persianas, venecianas, mediterráneas, da privacidad a sus habitantes y los aísla de una ciudad que el autor consideraba hostil. El interior, fluido, es un organismo que nace de la suma de dos células-vivienda por planta, agrupadas alrededor de un núcleo de escaleras. Antes de llegar aquí, Coderch experimentó minuciosamente con distintas viviendas unifamiliares cuyo éxito le abrió una vía de comunicación con el extranjero.
Alzados y planta de las viviendas de La Marina, en la Barceloneta. |
En la cercana Tarragona, de la concreción de las bases de un concurso público nace otra abstracción: el Gobierno Civil. Así es su fachada: unitaria, un orden roto, poética, espiritual, experimental, clásica, constructivista o suprematista... adjetivos todos que la leen y la desconocen, como la rosa del poema de Juan Ramón. Una parte de esta fascinación por explicarla nace de la inmediatez del croquis que la alumbró, pero hasta su autor, Alejandro de la Sota, dijo desconocer por qué lo hizo así. De la Sota profesaba la fe en Mies van der Rohe, dios de la arquitectura moderna al que se atribuye el aforismo "menos es más", pero hoy el balcón del Gobierno da a una rotonda disfrazada de plaza, sumida en el tráfico (el arquitecto pidió cambiar el emplazamiento del edificio), con un jardín kitsch donde no faltan fuentes, un puentecillo y ánades varias; hasta soportaba un ninot mutilado con publicidad de Port Aventure.
Fachada del Gobierno Civil de Tarragona. Croquis de sección del Gimnasio del colegio Maravillas. |
Anónima grandeza
Casa Sindical, hoy Ministerio de Sanidad y Consumo |
A los contornos del solar y a la escala de las calles que lo rodean se adapta el basamento de siete plantas; 16 alturas alcanza el cuerpo central de oficinas: "escogí la forma del cubo porque funciona bien", explicaba el autor con sencillez. En una entrevista, Cabrero recordaba un edificio anónimo de la Gran Vía madrileña que le había inspirado de forma inconsciente.
Pabellón de la Exposición de Bruselas, de 1958. |
Huesos de hormigón
No demasiado lejos, junto al cauce del río Manzanares, se encuentra el Centro de Estudios Hidrográficos. Más que el bloque de oficinas de cristal y hormigón interesa ver la nave de ensayos, un espacio de 80 metros de largo, 7 de alto y 22 de ancho con luz natural (facilita las fotografías de las maquetas de laboratorio). Para resolver la entrada uniforme de la luz y la salida del agua de lluvia, el arquitecto Fisac usó piezas de hormigón pretensado [hormigón armado en el que se introducen tensiones internas permanentes para compensar las tensiones exteriores que causarán las cargas a las que está sometido en servicio] cuya forma recuerda a los huesos de ternera. La repetición de estos huesos y la luz intercalada entre ellos crean un hipnótico ambiente de cine, como el interior de un gran organismo paralelepipédico fosilizado.
Los ejemplos nórdicos, la casa japonesa, la Alhambra y Santa Sofía son los modelos que, tras sus viajes por el mundo, reconoce Fisac. El arquitecto pertenece a la cosecha del 42, la primera tras la guerra, como Cabrero, Aburto, Fernández del Amo o De la Sota, con los que se tituló en la escuela de Madrid.
Nave del Centro de Estudios Hidrográficos. |
A la generación inmediata se adscriben Corrales y Molezún (responsables del Pabellón de Bruselas) o Sáenz de Oíza, autor de Torres Blancas, un rascacielos que hace algún tiempo
recuperó su coronación al desprenderse de un anuncio luminoso (“Piensa en verde”, decía el eslogan de la cerveza publicitada). El arquitecto explicó así su intención inicial: "Yo pensaba en un esquema de árbol: En la parte baja (las raíces) la torre se prolonga con los aparcamientos y los conductos, y en la parte alta (las ramas) está la parte social con las tiendas, la piscina, el gimnasio...". Las 21 plantas intermedias se dedican a viviendas. El edificio culmina la tendencia organicista ya de los 60, la asimilación de las formas de los seres vivos, y aparecerá en todo tipo de publicaciones. Consciente de su éxito, parece posar junto a la madrileña avenida de América.
Su fuerte expresividad lo emparenta con la basílica de Aránzazu, en Vizcaya, donde se sumaron artistas de gran talla. Oíza también trabajó en los Poblados Dirigidos de Madrid, una notable experiencia urbanística y urbana.
recuperó su coronación al desprenderse de un anuncio luminoso (“Piensa en verde”, decía el eslogan de la cerveza publicitada). El arquitecto explicó así su intención inicial: "Yo pensaba en un esquema de árbol: En la parte baja (las raíces) la torre se prolonga con los aparcamientos y los conductos, y en la parte alta (las ramas) está la parte social con las tiendas, la piscina, el gimnasio...". Las 21 plantas intermedias se dedican a viviendas. El edificio culmina la tendencia organicista ya de los 60, la asimilación de las formas de los seres vivos, y aparecerá en todo tipo de publicaciones. Consciente de su éxito, parece posar junto a la madrileña avenida de América.
Su fuerte expresividad lo emparenta con la basílica de Aránzazu, en Vizcaya, donde se sumaron artistas de gran talla. Oíza también trabajó en los Poblados Dirigidos de Madrid, una notable experiencia urbanística y urbana.
De nueva planta
Vegaviana tiene una plaza, la principal, dedicada a José Luis Fernández del Amo, pero no por ser el fundador y primer director del Museo Nacional de Arte Contemporáneo, sino porque este pueblo de Cáceres es su pueblo. En él concretó una idea: colocar los edificios en torno a áreas que conservaran la vegetación original. Inmersa en los planes oficiales de colonización, regadíos y establecimiento de cultivos no tradicionales, Vegaviana es una población de nueva planta, nacida de la admiración por la arquitectura anónima, de un sabio equilibrio entre lo tradicional y lo moderno.
Planta y vista aérea de Vegaviana. |