Llegó un día acompañando a alguien y, desde entonces, K acudía con bastante regularidad al café donde semanalmente hablábamos de todo.
Se solía sentar al fondo.
No solía intervenir salvo para una precisión, un apunte, inmediatamente barrido por la riada conceptual de algún contertulio poco soportable.
Ayer charlamos sobre el amor y, como no sabíamos charlar de otra cosa, también de literatura.
Hablamos de Calixto y Melibea, de Aldonza Lorenzo, Bernardo y Eloísa, Francesca de Rímini, Valmont y Merteuil y otros que la resaca ha borrado.
Hablamos de la juventud, la idealización, la distancia, la infidelidad, el juego, la maldad.
Se comentó que la más depurada forma de amar conllevaba la muerte, como en las noches egipcias que Pushkin ideó para Cleopatra.
Se habló de mucho, se bebió más y no se resolvió nada.
Mientras K volvía en metro, siempre apretando el variado libro que le calentaba el pecho, recordaba lo que no nos había dicho porque era sólo suyo: el único acto de amor que compartía, que entendía que alcanzara la muerte.
Sucedía en Fahrenheit 451. Lo protagonizaba la anónima mujer que, cuando los bomberos incendian su biblioteca, se arroja sobre las llamas junto a sus libros amados.
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