sábado, 26 de agosto de 2017

Algo con ritmo


Estaba especializado en lo posible y creía que todo se podía reducir a un algoritmo. Cualquier ejemplo le valía para demostrarlo: la forma de una hoja, la dirección de las multitudes al huir o las enumeraciones borgianas. Había montado tres empresas y era un millonario absoluto que manejaba sus finanzas con el piloto automático de otro complicado cálculo.

En ese punto de su vida sólo le atraían los desafíos. 

Cuando creyó tener material suficiente, acometió su empresa más incierta, menos trascendente: ganar un concurso literario. Dicen que lo hacía para deslumbrar a un amor de verano, para dar respuesta a dos retos simultáneos: la chica y la creación artística. Metió todos los relatos finalistas en su termomix y extrajo parámetros, ritmos, significados y palabras recurrentes que reproducir.

No podía ser de otra forma: ganó.

jueves, 24 de agosto de 2017

Un cero sincero

Que beba cerveza puede empeorar si le da por ser locuaz. Por los viejos tiempos le dejo estar en casa y servirse todos mis botellines. Su contaminación aumenta cuando insiste con el móvil, youtube otra vez. Y aquí debería añadir más mierdas descriptivas que situaran la escena y dieran una pausa de introducción a la estúpida frase posterior:

-Hay canciones que bailaría hasta morir.

Ese trago que hemos visto tantas veces en el cine. No le lleva muchos segundos para no detener el ritmo de la exposición.

-Todas son de entonces pero hay una que marcó el límite. De repente, me di cuenta.

Pausa en sí menor. En mí, menor.

-Estaba viejo, estaba muerto. Ya no volvería a sentir eso.

Es el momento de obviar el juego de tildes y superponer imágenes de playas, cervezas, barcos y cuerpos jóvenes. Recalco la palabra jóvenes para quien no haya entendido aún de qué van los tiros.

-Bueno, sólo era un puto anuncio de verano.

Brinda ante un espejo. No hay nostalgia ni lucidez, sólo costumbre. Brindo al mismo tiempo que él, pero desde el otro lado del cristal.

Pasa el tiempo necesario para cuadrar la narración con la realidad orgánica. 

Vamos los dos a vomitar. Nos reconcome la distancia entre lo que hicimos y lo que quisimos hacer. La distancia entre lo que escribimos y lo que quisimos escribir.

También deploro el uso de todo este artificio.

domingo, 6 de agosto de 2017

Tres niños y el mar

(I)

Laura despierta de la siesta con palabras que son más fuertes que su sueño, que se suceden en una suerte de oración:

“Puto mar, marasmo,
Animal ventrudo y degradado, 
De respiración ronca, branquia rota, 
Aliento aherrojado en plástico 
Dúctil, o blando, o metal…”

Se ha atascado. Busca que no se le escapen todas las palabras y recurre al móvil de la mesita. Apunta en Notas lo que recuerda e intenta seguir el trance: 

“Espejo del cielo fuiste, 
Espejo nuestro te hicimos, 
Vertedero de nuestros pecados, 
De nuestros olvidos y muertos, 
Nuestras maneras de puercos”

No, esto último tampoco es. Suspira. Siente que se le ha ido. Se sienta en la cama.
Le gustaría mirar el mar desde un promontorio pero sus dedos en la habitación pasan imágenes y pulsan aplicaciones casi sin advertirlo. 
Vuelve a suspirar. 
Se perdona el cigarro que enciende, el humo que la envuelve.
En Twitter busca y encuentra un poema que la avergüenza, porque quiso que fuera y fue insuficiente del todo. Ahora necesita comprobar cómo lo siente:

“El rocío de letras que el alba 
lloraba 
repetía los nombres de niños 
perdidos 
a las puertas cerradas 
de mi playa”.

Las letras le duelen algo, poco. 
Ya ha asimilado esa imagen que exigió todas sus palabras. La busca y la encuentra en el móvil. 
Aylan.
Pero ya no llora y eso le duele más.


(II)

Fue ayer, mirando una estúpida foto de un contraluz en grises.
Después de tanto tiempo, lo vi nítido en mi memoria: lo que fue, lo que representó. El objeto más hermoso que jamás he tenido.

Era un barco hecho a mano, de madera. Un catamarán antiguo, con una enorme vela de lona blanca. Los dos cascos estaban pintados en azul marino, la plataforma tenía un color madera claro.
Mediría 60 cm de alto, o más. Y se adornaba de una eslora similar.
Estaba en el escaparate; la tienda no era de juguetes y el objeto lo dominaba todo: puedo recordar su situación pero no el género en venta.
Pasábamos muchas veces, de paseo, y me quedaba mirándolo hasta que tiraban de mi mano.
Probablemente lo conseguí con la tenacidad de un niño. Y con la aquiescencia de mis mayores. Ahí triunfó la argumentación de mi padre, las palabras libertad, verano y vacaciones. 
Celebré el regalo con esa alegría de la que sólo es capaz un niño.

Al día siguiente, en la playa, no resistía bien el balanceo de las olas. Volcaba. Y la espuma se tragaba el doble casco.
Pero la decepción no me duró ni medio minuto: saqué el barco del agua con el convencimiento de que era invencible.
Lo llevé conmigo en el viaje de regreso, y no quiero saber ya más de su suerte. 
Por lo que representaba, por quienes me acompañaban entonces, por esos nueve o diez años de edad, escribo hoy que es el objeto más hermoso que he poseído nunca.
Y que no volveré a renunciar a él.

Es mala, la costumbre de olvidar lo que deberíamos recordar para siempre. Se trata, sin duda, de un problema de megas de memoria.

(III)

La historia más triste del mundo es corta y tiene tres protagonistas de los que no conozco sus nombres. El más pequeño está ausente, pero algunas de sus cosas llenan su mochila preferida.

Antes de saltar por el acantilado, se abrazan y besan los dos adultos, y abrazan y besan la mochila de su niña.

Son los padres que la adoptaron sabiendo de su enfermedad irreversible pero que fueron incapaces de resistir su pequeña muerte prevista.