(I)
Laura
despierta de la siesta con palabras que son más fuertes que su sueño, que se
suceden en una suerte de oración:
“Puto
mar, marasmo,
Animal ventrudo y degradado,
De respiración ronca, branquia rota,
Aliento aherrojado en plástico
Dúctil, o blando, o metal…”
Se ha atascado. Busca que no se le escapen todas las
palabras y recurre al móvil de la mesita. Apunta en Notas lo que recuerda e
intenta seguir el trance:
“Espejo del cielo fuiste,
Espejo nuestro te hicimos,
Vertedero de nuestros pecados,
De nuestros olvidos y muertos,
Nuestras maneras de puercos”
No, esto último tampoco es. Suspira. Siente que se le
ha ido. Se sienta en la cama.
Le gustaría mirar el mar desde un promontorio pero sus
dedos en la habitación pasan imágenes y pulsan aplicaciones casi sin
advertirlo.
Vuelve a suspirar.
Se perdona el cigarro que enciende, el humo que la
envuelve.
En Twitter busca y encuentra un poema que la
avergüenza, porque quiso que fuera y fue insuficiente del todo. Ahora necesita
comprobar cómo lo siente:
“El rocío de letras que el alba
lloraba
repetía los nombres de niños
perdidos
a las puertas cerradas
de mi playa”.
Las letras le duelen algo, poco.
Ya ha asimilado esa imagen que exigió todas sus
palabras. La busca y la encuentra en el móvil.
Aylan.
Pero ya no llora y eso le duele más.
(II)
Fue ayer, mirando una estúpida foto de un contraluz en
grises.
Después de tanto tiempo, lo vi nítido en mi memoria:
lo que fue, lo que representó. El objeto más hermoso que jamás he tenido.
Era un barco hecho a mano, de madera. Un catamarán
antiguo, con una enorme vela de lona blanca. Los dos cascos estaban pintados en
azul marino, la plataforma tenía un color madera claro.
Mediría 60 cm de alto, o más. Y se adornaba de una
eslora similar.
Estaba en el escaparate; la tienda no era de juguetes
y el objeto lo dominaba todo: puedo recordar su situación pero no el género en
venta.
Pasábamos muchas veces, de paseo, y me quedaba
mirándolo hasta que tiraban de mi mano.
Probablemente lo conseguí con la tenacidad de un niño.
Y con la aquiescencia de mis mayores. Ahí triunfó la argumentación de mi padre,
las palabras libertad, verano y vacaciones.
Celebré el regalo con esa alegría de la que sólo es
capaz un niño.
Al día siguiente, en la playa, no resistía bien el
balanceo de las olas. Volcaba. Y la espuma se tragaba el doble casco.
Pero la decepción no me duró ni medio minuto: saqué el
barco del agua con el convencimiento de que era invencible.
Lo llevé conmigo en el viaje de regreso, y no quiero
saber ya más de su suerte.
Por lo que representaba, por quienes me acompañaban
entonces, por esos nueve o diez años de edad, escribo hoy que es el objeto más
hermoso que he poseído nunca.
Y que no volveré a renunciar a él.
Es mala, la costumbre de olvidar lo que deberíamos
recordar para siempre. Se trata, sin duda, de un problema de megas de memoria.
(III)
La historia más triste del mundo es corta y tiene tres
protagonistas de los que no conozco sus nombres. El más pequeño está ausente,
pero algunas de sus cosas llenan su mochila preferida.
Antes de saltar por el acantilado, se abrazan y besan
los dos adultos, y abrazan y besan la mochila de su niña.
Son los padres que la adoptaron sabiendo de su
enfermedad irreversible pero que fueron incapaces de resistir su pequeña muerte
prevista.
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