Los dos habíamos quedado en un
mercado de barrio. Le gustaba mezclarse con la gente, ver cómo vivían los
demás, sentirse parte de ellos, engañarse.
Llegué puntual. Me esperaba ya junto
a la única casquería. Lo reconocí por su discreta apariencia. Podría haberse
denominado de cualquier forma pero respondía al nombre de Ulises.
Solía cruzar el charco y pasar en
España sus finales de diciembre. Un remoto abuelo le había inculcado la
relación de los belenes con el frío, se le hacía muy difícil compaginarlos
con el verano austral.
Ulises aprovechaba sus vacaciones
para dar el salto, pero esta vez le había surgido un encargo profesional. El
mío.
−Mis contactos me han dicho que eres
el mejor.
−También le habrán dicho que no
trabajo en Navidades.
Creo que le molestó el tuteo pero no
intercambiamos más frases hasta el final. Le seguí a corta distancia, como me
habían recomendado, como si no tuviéramos una conversación pendiente. Mientras,
Ulises se demoraba entre los puestos. Oía su monólogo, cómo ponderaba las
virtudes de cada fruta, por qué esa manzana era mejor que la de al lado, el
secreto para descubrir la cantidad de agua de una pera.
−Mi abuelo siempre recordó sus mejores
Reyes, cuando Baltasar le trajo una naranja.
Apenas repliqué con unos sonidos
afirmativos; no sabía ni cómo exponerle mi oferta.
Llegamos a una pescadería. Dadas las
fechas, el marisco se había convertido en el género mayoritario, pero Ulises se
acercó a la merluza. El lecho de hielo picado bajo la cola reflejaba distintas luces.
−Los ojos de los peces contienen toda
la información necesaria.
Unos villancicos lejanos luchaban
contra la megafonía. Durante el paseo, comentó detalles nimios y los hizo
brillar. La decoración suspendida de la estructura era la tradicional: boas
gruesas de espumillón, campanas de rojo y oro; iluminaciones dispersas, mal
sembradas. El viejo mercado sobrevivía sin haberse vendido al diseño.
−Celebramos con compras el nacimiento
de quien expulsó a los mercaderes del templo. Parece divertido.
Ya habíamos recorrido todo el
interior. En ningún momento dejé de repetirme su frase: “También le habrán
dicho que no trabajo en Navidades”. Necesitaba sus servicios, no encontraba
ninguna opción alternativa.
Nos paramos frente a la casquería del
principio, Entonces no me había chocado la falta de definición de Ulises, su
subrayado anonimato. Ahora sí. Tenía una gran capacidad para pasar
desapercibido y en ella basaba su ventaja en el escalafón profesional.
−Hay colegas que hablan de la muerte,
pero son minoría. No somos filósofos sino artesanos.
Cruzó la calle central de repente, hacia
un puesto que parecía desentonar con el resto. Tras los brillantes cristales, sobre
telas oscuras descansaban quesos importados y regionales, patés de fantasía, embutidos
ibéricos y otras magias gastronómicas. Una bandeja de jamón recién cortada
quedaba sobre uno de los expositores. La probó con los ojos cerrados. La
aprobó:
−Está exquisito. Por favor, señorita,
póngame 250 gramos.
Mientras la tendera uniformada se
esmeraba con el cuchillo, Ulises comentó al aire:
−No hace falta dar más vueltas. Ya estoy
imbuido del espíritu navideño.
Mediante un gesto cortés, pidió que
me acercara más. Otra vez habló sin mirarme. Se limpiaba, metódico, los dedos con
una servilleta negra de papel:
−El fiambre le costará el triple.
Así me comunicó su decisión. Mi tranquilidad
se hacía sonrisa pero Ulises la cortó en seco, acercándose de golpe.
Como si fuésemos viejos amigos que
acabaran de encontrarse, me rodeó con un abrazo. Pudo así acercar la boca a mi
oreja y susurrarme:
-Feliz Navidad.
Habló tan quedo que yo entendí:
-¿A quién debo matar?