Vivía sin compañía y se rodeaba de piezas con retorcido simbolismo. Un gato de escayola en homenaje a su presbicia. Ese busto invertido de Wagner como muestra de su inextinguible pasión por la literatura. Un abrecartas dorado junto al portátil desde donde despachaba los correos electrónicos y participaba en las redes sociales.
La cuenta de Twitter le había dado una segunda vida, bien pasados los sesenta. Había vuelto a escribir, había aprendido a valorar lo breve, a pesar las palabras, a jugar con la ambigüedad, a ponderar los sentidos. Era de las pocas usuarias que no necesitaba fotos para promocionarse y que diferenciaba sarcasmo de ironía.
Pocos meses después de ese descubrimiento, se halló una falla cerebral compatible con el alzheimer. La pista se la dio el aseo, donde los botes de gel se vaciaban con mucha frecuencia. Un día que consiguió obviar sus pensamientos y mantener su concentración en la ducha, pudo contar que se limpiaba determinadas partes del cuerpo hasta en ocho ocasiones.
Todo se confirmó con unas pruebas en blanco y negro aunque, en los resultados, su cerebro aparecía tintado con distintos colores, en diferentes áreas. Había acudido al especialista creyendo que la realidad jugaría a darle lo contrario que aguardaban sus temores. Pero en esa ocasión, la vida soslayó la ironía.
Sabía que el alcohol empeora los síntomas y los efectos de la enfermedad pero no podía renunciar a él. La lucidez le pesaba demasiado. Llevaba ya años aflojando las bombillas sobre los espejos, como defensa ante el marchitar de su belleza. Ya se le ocurriría algo contra esto, se engañó.
Primero, desaparecieron unas palabras específicas. Se atascaban en las neuronas, sin poder salir. Nombres propios como un pianista ruso intérprete de Messiaen o ese grupo musical de Málaga. Luego fueron las palabras corrientes. Recordaba sus definiciones pero no aprehendía los significantes.
No es capaz de enumerar las primeras que perdió porque, claro, no las retiene. Sí sabe que cada vez fueron más.
Olvidó colocar pósits sobre los objetos, con las letras adecuadas para nombrarlos. No recordaba ya su novela favorita, Cien años de soledad. Del viejo Gabo había aprendido que hay música en las palabras, hasta llegó a imitarlo bastante bien.
Ahora mismo, Soledad está leyendo en voz alta sus viejos tuits, con un vaso de whisky en la mano. Incapaz de comprender los volátiles significados, llora por la belleza que se desvanece cuando se apagan sus sonidos.
La cuenta de Twitter le había dado una segunda vida, bien pasados los sesenta. Había vuelto a escribir, había aprendido a valorar lo breve, a pesar las palabras, a jugar con la ambigüedad, a ponderar los sentidos. Era de las pocas usuarias que no necesitaba fotos para promocionarse y que diferenciaba sarcasmo de ironía.
Pocos meses después de ese descubrimiento, se halló una falla cerebral compatible con el alzheimer. La pista se la dio el aseo, donde los botes de gel se vaciaban con mucha frecuencia. Un día que consiguió obviar sus pensamientos y mantener su concentración en la ducha, pudo contar que se limpiaba determinadas partes del cuerpo hasta en ocho ocasiones.
Todo se confirmó con unas pruebas en blanco y negro aunque, en los resultados, su cerebro aparecía tintado con distintos colores, en diferentes áreas. Había acudido al especialista creyendo que la realidad jugaría a darle lo contrario que aguardaban sus temores. Pero en esa ocasión, la vida soslayó la ironía.
Sabía que el alcohol empeora los síntomas y los efectos de la enfermedad pero no podía renunciar a él. La lucidez le pesaba demasiado. Llevaba ya años aflojando las bombillas sobre los espejos, como defensa ante el marchitar de su belleza. Ya se le ocurriría algo contra esto, se engañó.
Primero, desaparecieron unas palabras específicas. Se atascaban en las neuronas, sin poder salir. Nombres propios como un pianista ruso intérprete de Messiaen o ese grupo musical de Málaga. Luego fueron las palabras corrientes. Recordaba sus definiciones pero no aprehendía los significantes.
No es capaz de enumerar las primeras que perdió porque, claro, no las retiene. Sí sabe que cada vez fueron más.
Olvidó colocar pósits sobre los objetos, con las letras adecuadas para nombrarlos. No recordaba ya su novela favorita, Cien años de soledad. Del viejo Gabo había aprendido que hay música en las palabras, hasta llegó a imitarlo bastante bien.
Ahora mismo, Soledad está leyendo en voz alta sus viejos tuits, con un vaso de whisky en la mano. Incapaz de comprender los volátiles significados, llora por la belleza que se desvanece cuando se apagan sus sonidos.
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