Además de la cercanía en su final, Diego solo compartía una cosa con Maradona.
Figuraba como administrativo en una constructora alcalaína de mala muerte sobrepoblada por familiares del jefazo. Solo Diego trabajaba allí.
Su contrato de media jornada no impedía que fuese quien abriera la oficina a las ocho de la mañana y la cerrara a las siete de la tarde.
En su rutina diaria, Diego escuchaba a Jiménez Losantos, "para informarse". Pero tenía a bien ponerse los cascos cuando yo entraba en la sala común.
Había trabajado varios años en una compañía mil veces más seria, con mejor salario y menor presión, que cerró. Gastaba más de hora y media diaria en ir a esa oficina y volver a su domicilio.
Su mayor nostalgia se concentraba en la primera juventud, cuando estudió en una academia militar. No logró su propósito de ingresar en el ejército como oficial pero conservaba amigos de entonces. Diego hizo una mili cómoda en Madrid.
También añoraba la época en que podía jugar al fútbol.
Diego tuvo meses de absoluta soledad como único empleado de la constructora, casi inexistente entonces. De ese tiempo y de otros abusos, la empresa le debía un dinero que él nunca iba a reclamar.
Solía comer de un táper, con lo que hubiera cocinado su hermano. El sueldo no le daba para mucho aunque algunos viernes se permitiera el lujo de unas cervezas que compartimos.
Diego telefoneaba con frecuencia a su madre, ingresada en una residencia por la demencia senil. La trataba con un cariño nada convencional. Dos hermanas y el hermano con quien convivía formaban el resto de su familia.
Era multitarea, de roto y descosido, listo para el papeleo oficial y para las falsificaciones que se le pedían. Tenía inteligencia y sentido del humor, lo usaba como armadura.
Diego servía de saco de golpes para el jefe, empeñado en pagar sus frustraciones con los pocos empleados útiles. Apretarles las clavijas, elevar su estrés usando temas personales eran sus métodos de motivación.
Como aliada en la cumbre contaba con la mujer del tal, otra parásita de quien tapaba todas sus incapacidades. Hasta hackeó una cuenta para que la doña supiera de los devaneos del don.
Le dije que se fuera, que los dejara tirados con sus mierdas como ya había hecho yo. Pero le ataba la cercanía a su casa, el temor a quedarse sin sueldo, creerse joven e inmortal y una absurda fidelidad.
No es posible obviar el absurdo al recordar aquella empresa. La última vez que vi a Diego fue en una foto que me envió al WhatsApp. Trabajaba con unos imanes pegados a distintas partes del cuerpo. Al parecer, la familia creía en las virtudes del magnetismo para favorecer la salud. Y se lo imponían como otra cosa más que había que tragar con cucharadas de presión.
Reunía el suficiente humor para aguantarlos pero de salud no iba sobrado. Un infarto lo mató mientras estaba en Urgencias.
Su muerte no fue conocida por nadie más allá de sus familiares. A mí me telefoneó su hermano, una semana después del fallecimiento, tras revisar los contactos de su móvil. En la conversación por WhatsApp empecé con un "Joder, no me lo puedo creer" y terminé con "Un abrazo muy fuerte a ti, a todos vosotros". Pero mi sentimiento, toda mi tristeza se resumía en: "Era un tío cojonudo".
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