sábado, 19 de diciembre de 2020

Hallelujah

Hace cuatro años murió Cohen. En el concierto de Navidad, un coro de niños cantaba su Hallelujah, traducido al español y a la ortodoxia del colegio. Su iglesia es moderna, con cristaleras medio abstractas y de una sola nave, pero la canción no encaja allí si no va camuflada de villancico. Esa falsificación no le importó a mi pena, empeñada en subrayarse con lágrimas.

Este año han pasado demasiadas cosas. Llego al mismo concierto con la piel escamosa de un anfibio, la sangre fría y una añoranza de branquias. Me creo insensible. Pero no es posible olvidar lo que sucede. Para reducir el aforo de familiares e invitados, hoy solo toca la pequeña orquesta de violines. Los espectadores están separados en los bancos, al tresbolillo. Todos los pequeños músicos lucen mascarilla; mi hijo Jaime ya es adolescente y la lleva a juego con su pajarita.

Los profesores son menos coquetos. Está Natalia, una bielorrusa animosa que da clases de violín y de orquesta. Está Julia, la organizadora del cotarro musical del colegio y profesora de piano que se ausentó a principios de curso por problemas familiares. Para ella venir es un esfuerzo por darle continuidad al proyecto, por saltar estos meses atroces, por vivir. Es un desafío, una terapia, un disimulo.

Caen las escamas de mi piel. En los momentos de tristeza suelo recordar que, hace cuatro años, en un mal momento, mi hijo apareció con su violín. Ante mis ojos y mis oídos interpretó con gran musicalidad unas frases de la novena de Beethoven y me salvó el día, casi el año. Eso es vivir, subidas y bajadas, a veces superpuestas, exteriores e interiores. Mi padre lo denominaba la respiración de la vida.

Después, Jaime nos contará que durante el ensayo vio llorar a Julia, dos veces. En la zona elevada del altar, los violinistas se miraron algo incómodos, sin saber. Los suspiros recorrían la nave casi desierta, más profundos y menos limpios que las notas del piano. Necesitó del abrazo de Natalia.

Ahora se agarra a la concentración, a la disciplina y a otros recursos interpretativos para acompañar las canciones desde el teclado, sin perderse. En el primer banco se sienta su hija. Está muy grande ya, es un año menor que mi hijo. Se suceden las canciones, tocadas con gran corrección, con sentimiento incluso.

La tercera o cuarta pieza es Hallelujah, donde Natalia se luce con un solo. El arco de Jaime no se mueve como los demás, por una pequeña descoordinación. Nos dirá luego que ha empezado Submarino amarillo, que la partitura se le había traspapelado y que si no se había notado. Reiremos. Hacerlo no esconde que, durante toda la ejecución, se me derramaran las lágrimas. Reír y llorar.

El concierto acaba con un villancico convencional, el único en el que interviene la hija de Julia. Vuelvo a pensar que ha crecido mucho. Está a unos cuatro metros a la derecha de Jaime, con otra compañera interpuesta, en el mismo escalón. Lleva un discreto pañuelo anudado en la cabeza. Inspiro, expiro, sin controlar la sensación de ahogo. La miro y miro a mi hijo. Es la respiración de la vida.

Cesa la última vibración en las cuerdas y nacen los aplausos. Duran unos largos minutos. Hay alegría. Natalia y Julia se abrazan. Han vuelto a hacerlo. Las mascarillas no esconden las sonrisas. Con el violín en la mano, Natalia dirige unas palabras de felicitación a los niños. Nos desea todo lo bueno a las familias. El próximo año debe ser mejor.

3 comentarios:

  1. Me ha encantado tu relato y ahora no puedo dejar de silbar la canción. Me encanta Cohen aunque en este caso prefiero la versión de Jeff Buckley (que creo es el compositor original).

    Suerte en el concurso de Zenda, yo también participo con mi cuento:
    https://www.humoryalgomas.com/2020/12/zenda-cuento-de-navidad-2020.html

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    1. Muchísimas gracias. Leeré tu relato cuando encuentre hueco.

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  2. Muy bueno tu relato. He leído unos cuantos y es de lo mejor. Suerte

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